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Felizmente, esta semana se acaba.
He tenido semanas muy agitadas, pero los
días de esta han sido de adrenalina, como si hubiese estado en un viaje
psicodélico.
Se deduce, pues, que he estado durmiendo
muy poco. Por lo general, duermo poco, pero ahora mi poca predisposición para
el sueño quedó a la nada, al punto que en una madrugada pegué los ojos por media
hora.
Pero bueno, la culpa no ha sido de los
trabajos que me llegan, sino de mi mala costumbre de juntar las cosas para el
final. Mala costumbre que no sé si voy a erradicar, quizá a mi apego por sentir
las velocidad de mis dedos en la laptop, ahora, con mayor razón, que la he
estado desvirgando en estos días.
Ayer en la tarde terminé el último texto
que me faltaba.
Caminé pues despejado por el Jirón de la
Unión, fumando un pucho. Siempre hago una ligera caminata por este espacio de
la ciudad, siempre que salgo de los embates de la escritura endemoniada. Lo que
me gusta es que te encuentras con una variopinta gama de personajes, como si
estos suelos tuvieran el poder de convocarlos, tal y como ocurre con la chica
de veintipocos que se porta como una niña malcriada con su mamá que le dice que
no le comprará el short rosado que la adolescente de veintipocos ve en la
vitrina de una tienda de ropa.
Me compadezco de la señora y pienso que
habría que hacer algo con esta juventud embrutecida de frivolidad.
Pero detengo mis pasos, siento el golpe
de la parálisis de sueño. Mis pies caminan sin hacer caso de los mandatos de mi
cabeza. Hace años que no sentía la parálisis de sueño, no con la fuerza de
ayer. Cuando sentí por primera vez esta parálisis, tuve mucho miedo, pero ahora
no, sé cómo aliviar el desbalance de descanso que hay en mi cuerpo. Tomo asiento en una banca de
Emancipación. Segundos antes de hacerlo compré una botella de agua mineral sin
gas. Empiezo a beber y mirar a la gente que espera el Metropolinato. Esa es la
cura, ver pasar la vida.
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