lunes, abril 20, 2015

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Un fin de semana cansado, pero feliz. 
Me sorprende hablar/escribir de la felicidad, cuando lo que siempre he hecho en mi vida es denostar de la felicidad por considerarla una de las más grandes mentiras del hombre. Pero no me hago bolas, lo último que me gustaría ser en la vida: un cagón que reniega de todo. 
Pues bien, me encuentro entre Javier Prado y Arriola y camino hacia La Rocca, un simpático café en el que quizá se venda el mejor pan con chicharrón de Lima, aunque si hablamos de panes con chicharrón, me falta conocer el que hacen en el Callao, en ese mercado en donde unos chinos venden el mejor pan con chicharrón, según muchos. 
Como sea. 
No es que vaya a comer un pan con chicharrón en lo que queda de este domingo. Solo quiero un café, abrir mi diario y revisar ciertas cosas que he estado escribiendo en las últimas semanas y que se me presentan como presencias fantasmales en los sueños. Por otra parte, quiero encontrar el punto medio de esto que siento como felicidad, o a lo mejor, y como tiene que decirse, plenitud, porque es plenitud lo que vengo sintiendo, que mientras dure lo disfrutaré. 
Hay poca gente en La Rocca, los televisores están apagados y del equipo de sonido se escucha “It Feels Like The First Time” de Foreigner. Durante un tiempo esta canción me pareció de la más superflua, pero ahora no lo es. Por el contrario, me lleva a mis años de aprendizaje, de aprendizaje vital, entre los quince y diecisiete, época en la que era bestia hormonal y sensorial, en la que solo te justificabas en el exceso. En el diario había apuntado un suceso que me había ocurrido en la Plaza San Martín, en 1993. 
Los que hemos transitado el centro de Lima en esos años, sabemos que no hablo de poca cosa. Había que tener mucho huevo y harto ovario. Los hombres y mujeres de distintas edades que caminábamos por espacios como la Plaza San Martín desafiábamos los peligros, el quedar chuzeado era una realidad que se hacía verosímil siempre que no tuvieras suerte. Paso las páginas del diario hasta encontrar esa nota que hice del sueño que me remontó a esos años violentos en el centro de la ciudad. 
Bebo el café despacio. Uno de los mozos me mira, como apurándome. Me doy cuenta de que falta media hora para el cierre oficial del café. Por su cara, noto que es nuevo, un atorrante que no respeta la tradición del café. No le quito la mirada y él se pone a hacer otras cosas, como acomodar las sillas. La hora es la hora, y es cierto. 
Encuentro lo que había escrito del sueño que me remontó a mis años noventeros. Y vuelvo a escribir en el diario lo que siento en estos momentos de aquel sueño, en la manera en que el destino se convierte en lo que es, en experiencia.

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