277
Un fin de semana cansado, pero feliz.
Me sorprende hablar/escribir de la
felicidad, cuando lo que siempre he hecho en mi vida es denostar de la
felicidad por considerarla una de las más grandes mentiras del hombre. Pero no
me hago bolas, lo último que me gustaría ser en la vida: un cagón que reniega de
todo.
Pues bien, me encuentro entre Javier Prado y
Arriola y camino hacia La Rocca, un simpático café en el que quizá se venda el
mejor pan con chicharrón de Lima, aunque si hablamos de panes con chicharrón,
me falta conocer el que hacen en el Callao, en ese mercado en donde unos chinos
venden el mejor pan con chicharrón, según muchos.
Como sea.
No es que vaya a comer un pan con
chicharrón en lo que queda de este domingo. Solo quiero un café, abrir mi
diario y revisar ciertas cosas que he estado escribiendo en las últimas semanas
y que se me presentan como presencias fantasmales en los sueños. Por otra
parte, quiero encontrar el punto medio de esto que siento como felicidad, o a
lo mejor, y como tiene que decirse, plenitud, porque es plenitud lo que vengo
sintiendo, que mientras dure lo disfrutaré.
Hay poca gente en La Rocca, los
televisores están apagados y del equipo de sonido se escucha “It Feels Like The
First Time” de Foreigner. Durante un tiempo esta canción me pareció de la más
superflua, pero ahora no lo es. Por el contrario, me lleva a mis años de
aprendizaje, de aprendizaje vital, entre los quince y diecisiete, época en la
que era bestia hormonal y sensorial, en la que solo te justificabas en el
exceso. En el diario había apuntado un suceso que me había ocurrido en la Plaza
San Martín, en 1993.
Los que hemos transitado el centro de
Lima en esos años, sabemos que no hablo de poca cosa. Había que tener mucho
huevo y harto ovario. Los hombres y mujeres de distintas edades que caminábamos
por espacios como la Plaza San Martín desafiábamos los peligros, el quedar
chuzeado era una realidad que se hacía verosímil siempre que no tuvieras
suerte. Paso las páginas del diario hasta encontrar esa nota que hice del sueño
que me remontó a esos años violentos en el centro de la ciudad.
Bebo el café despacio. Uno de los mozos
me mira, como apurándome. Me doy cuenta de que falta media hora para el cierre
oficial del café. Por su cara, noto que es nuevo, un atorrante que no respeta
la tradición del café. No le quito la mirada y él se pone a hacer otras cosas,
como acomodar las sillas. La hora es la hora, y es cierto.
Encuentro lo que había escrito del sueño
que me remontó a mis años noventeros. Y vuelvo a escribir en el diario lo que
siento en estos momentos de aquel sueño, en la manera en que el destino se
convierte en lo que es, en experiencia.
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal