lunes, mayo 04, 2015

el hombre que narraba

La muerte de Carlos Calderón Fajardo, a causa de un accidente casero, nos coge de sorpresa. 
Si pensábamos en un escritor peruano que tenía para rato, ese era precisamente Carlos, que desde 2005 nos había acostumbrado a entregarnos dos y, en algunos casos, hasta tres libros por año. Para nadie es un secreto de que se había convertido en nuestro escritor más prolífico y también en uno de los más leídos por los lectores y escritores jóvenes. 
Al respecto, llevo tiempo pensando en qué radica o se alimenta su poética para sintonizar con los lectores y los escritores de las últimas generaciones. 
¿Quizá sean sus temas? 
¿Su estilo? 
Carlos exhibía una frescura que hidrataba su estilo y sus temas. No era pues un narrador encasillado en un solo tópico, más bien, un ligero repaso de sus títulos nos permite aseverar que era un autor sumamente inquieto. Sus libros hablan por sí solos, teníamos desde novelas metaliterarias, policiales, fantásticas, góticas y realistas. Ni hablar de las distancias cortas, el cuento, en donde nos entregó más de una joyita a quedar en las antologías de narrativa peruana y latinoamericana más exigentes. 
Muchos de nosotros supimos de este escritor a mediados del decenio pasado. Prácticamente de la nada dejó de ser ese autor que escuchábamos de referencia. Comenzó a posesionarse del imaginario de los seguidores de la narrativa peruana, paulatinamente dejó de ser un autor nombrado por los que sabían, por aquellos que hablaban de él como si se tratara de un tesoro al que muy pocos, solo los elegidos, podían acceder. Carlos reingresó a la narrativa peruana luego de muchos años de silencio, con la firme intención de ubicarse como uno de los narradores peruanos más importantes. 
Cada vez que conversé con él, tuve la impresión de estar ante un adolescente preso en el cuerpo de un hombre mayor, muy mayor para ser  sincero. Hablábamos de los libros que habíamos leído y en ese amor compartido por la lectura fue que comenzamos a forjar una amistad. Mientras escribo este texto, reviso los mails que compartía con él, muy extensos, en los que dábamos cuenta de lo que habíamos leído y del cruce de nuestras recomendaciones de títulos. El mail fue el medio en que nos conocimos más, notaba en el intercambio a un Carlos más pausado y muy dueño de sus ideas, no pocas de ellas auténticas bombas Molotov que desnudaban el tráfico de influencias y preferencias que existían en el medio literario peruano, del cual, y a las pruebas me remito, él fue una víctima. 
Como es de suponer, el Carlos de los mails era muy distinto al que traté en persona. Varias meses nos reunimos en un café miraflorino que era su centro de reuniones, y en cada una de esas ocasiones pude ver a un hombre sumamente generoso y risueño, con muchas anécdotas y especulaciones, como aquella en que me habló de la posible relación entre su novela La colina de los árboles con la de Thomas Bernhard, El sobrino de Wittgenstein. Pero también pude ver a un Carlos contrariado y se contrariaba más cada vez que le preguntaba por qué publicaba tanto, por qué no permitía un respiro entre sus libros. 
“¿No te das cuenta de que tú solo te haces autogol?, ¿acaso el mercado peruano es como otros en los que un escritor sí puede permitirse publicar de tres a cuatro libros al año?”. Estas preguntas tenían mucho asidero, porque en lo que a mí respecta, no dejaba de tener problemas cuando armaba mis recuentos literarios, o sea, qué libro suyo destacar cuando los tres que había publicado en el año debían estar en el recuento. 
Lo sabemos de sobra. Carlos publicó mucho en estos años. Era pues un autor prolífico. Y a Carlos le gustaba ser un autor prolífico, sabiendo de los peligros que genera la abundancia la producción en serie, como el de la irregularidad literaria, que se lo hacía saber con argumentos que él oía con atención y que al final me los aceptaba. 
Entre Carlos y yo había mucha franqueza. A él no le gustaban las cosas que le decía, como a mí tampoco me gustaba lo que me decía. A diferencia de otros autores mayores y jóvenes, él no me sobaba para que le reseñe un libro, como yo tampoco me le acercaba en reuniones sociales y saraos para tomarnos una foto histórica o un abominable Selfie, o sea, no lucraba con su imagen de escritor de culto. 
¿Escritor de culto?, me pregunto. ¿Quién fue el miserable que empezó a llamarlo escritor de culto cuando lo que menos él quería era que se le catalogue así? 
A nuestro escritor jamás le interesó publicar para una minoría de entendidos de la escuela del resentimiento, además, él huía del lector posero como si se tratara de la peste. 
Basta que leamos sus libros, ya sean sus obras maestras como La conciencia del límite último, Playas, El viaje que nunca termina, La segunda visita de William Burroughs y El fantasma nostálgico, como también los títulos irregulares, que seguramente firmados por otras plumas a lo mejor estaríamos hablando de las obras mayores de las mismas… Es decir, basta leerlo, saborear sus historias, para llegar sin complicaciones a la conclusión de que anhelaba tener una lectoría seducida. Su poética no era extraña ni críptica, sino diáfana, que bien la podía apreciar el voraz lector como el mero interesado en una lectura para pasar el rato. 
Por ello, ¿de dónde nace lo de escritor de culto cuando su obra nos señalaba lo contrario? 
Bien se dice que Carlos apoyaba a muchos narradores y narradoras en ciernes. En este aspecto, no soy nadie para negarlo, porque lo he visto en el testimonio de los otros, como también cuando él me comentaba de los manuscritos que leía, demostrando un rigor generoso, como devolviendo a los nuevos lo que él recibió de los grandes narradores que conoció de joven. 
Siempre he pensado, y ahora lo pienso más, que Carlos tiene muchos hijos literarios. Los tuvo en los noventa. También en estos quince años del nuevo siglo. Y algo me dice que estos últimos hijos no cometerán la mezquindad que sí cometieron esos hijos ahora cuarentones que al morir serán enterrados con todos sus libros. 
La difusión de la obra de Carlos dependerá ahora de sus nuevos hijos literarios, de los lectores jóvenes que no dudaron en rendirle homenajes y mesas redondas sobre su obra. Es mi deseo que en esta nueva difusión no metan su cuchara los cuarentones malagradecidos, que dejaron de parar con él porque no era un escritor de moda y que ahora se suben al carro como buenos, felizmente nadie les cree su hipocresía. Aunque es justo diferenciar a uno de ellos, al que no califico de cuarentón: el narrador y editor José Donayre, que en público y por escrito manifestó su admiración por la obra de Carlos y que hizo lo posible para que se le publique. 
Alrededor de Carlos se tejen muchas leyendas y verdades. Y en cada una de estas leyendas y verdades se impone la persistencia. Carlos era consciente de que era un gran escritor y esa consciencia de grande lo llevaba a seguir escribiendo aún en los momentos de mayor adversidad. 
Recuerdo que una vez le hice una pregunta sumamente incómoda. Esta pregunta tenía con ver lo del Premio Tusquets de Novela del 2006. Como bien sabemos, semanas antes del fallo del jurado, recibió una llamada desde España en la que se le comunicaba que iba a ganar la edición de ese premio. Carlos creyó en esa llamada y esa noticia se la hizo saber a sus amigos íntimos. 
Como muchos, pensé que era un justo reconocimiento a un narrador que hasta ese entonces exhibía una obra breve pero muy importante. Sin embargo, el premio no se le concedió. 
¿Bromas de mal gusto del destino? 
¿Conspiración para que no se conozca su poética? 
Como sea. No importa. Lo que importa es lo que Carlos me respondió: “Yo soy un hombre que narra. A lo mejor empezarán a leerme cuando muera”. 
En lo personal, en vez de ver con pena, como muchos, cada vez que se escribe o habla del Premio Tusquets del 2006, asumo este hecho como un acicate que tuvo Carlos para con su obra. 
Así es, como él lo dijo: él era un hombre que narraba. 
En esa actitud de “narrar” podemos ver la metáfora de la persistencia. 
¿Cuántos narradores hubieran sobrevivido literariamente si les pasaba lo que le pasó con lo del Premio Tusquets? 
La verdad: ninguno. Seguramente se habría optado por el silencio y esperar a que el tiempo se manifieste en justicia. Hay muchas opciones para desaparecer literariamente, en especial en estos tiempos en que los escritores quieren parecer escritores de éxito en vez de escritores de raza y coherentes con su discurso literario. Cunde la imagen antes que la obra e impera el relacionismo. Carlos sabía de estas prácticas y por ese motivo nunca hipotecó su discurso extraliterario, el de las entrevistas, conferencias y homenajes. Se mantuvo fiel a su discurso que era por demás incómodo para los celadores de la literatura peruana, como también para aquellos que dirigían los grandes sellos editoriales que no quisieron publicarlo porque lo asumían como un narrador de culto, de minorías, lo que era en líneas generales, y como ya se dijo líneas arriba, una soberana idiotez. 
No soy presa de ataques canábicos cuando señalo que el rótulo de “Narrador de culto” le hizo mucho daño a la difusión de su obra. Claro, había momentos en los que a Carlos le gustaba que lo llamaran así, pero eran momentos, que como tales resultaban fugaces. Como todo escritor, anhelaba que se conozca su obra. Ese es el motivo que lo llevó a escribir, a persistir en la escritura y publicación de sus títulos, dejando atrás el sinsabor del Tusquets y la falta de interés de las grandes casas editoriales. Creyó en la validez de su obra y aprovechó las propuestas de edición que le hicieron llegar sellos independientes como Altazor, Borrador y Animal de Invierno. Por ejemplo, con el primer sello publicó muchos libros y viajó por no pocas provincias promocionándolos. Estos viajes hacia el interior hicieron que conectara con los lectores que lo recibían bien por la sencilla razón de que sus libros gustaban. Es que así era la obra de Carlos, hasta en los títulos irregulares: su obra gustaba, se dejaba leer. No se hacía problemas sin importar el registro, lo suyo era contar historias. 
Sorprende, y sorprende para mal, que nunca haya tenido una columna permanente de opinión en un diario. Carlos, aparte de talentoso para narrar, era dueño de una cultura oceánica. Las ocasiones que nos encontrábamos no solo me hablaba de literatura, también de historia, sociología y filosofía, con la autoridad de quien sabe de lo que habla, desplegando un análisis exhaustivo sin caer en la jerigonza académica. Esta obra paralela a sus proyectos de ficción fue muy bien recibida por los jóvenes (hoy en día no tan jóvenes) que administraban los blogs de El Hablador, Porta 9 y Letra Capital. Nuestro narrador sintonizaba con los medios de información de las nuevas generaciones, o sea, quería seguir aprendiendo y experimentando. 
Carlos persistió, fue un romántico del oficio. Esa persistencia en el acto de escribir es el legado que potencia y legitima su obra. Solo los verdaderos grandes dejan a sus lectores novelas y cuentarios, y en especial actitud, de los que nadie es capaz de cuestionar. 
Sigamos pues el legado de Carlos: persistir en la escritura, que es lo que verdaderamente debe importar si lo tuyo es escribir. 

… 

Publicado en LPG.

1 Comentarios:

Anonymous Anónimo dijo...

Suscribo lo que comentas en este artículo Gabriel. Gracias por hacer justicia con mi padre. Ese san benito de escritor de culto, raro, solo para escritores es tan irreal, más en los últimos tiempos, que seguir diciéndolo parece hasta malintencionado.

Pablo Salazar Calderón.

4:00 p.m.  

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