sábado, agosto 01, 2015

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Se habla de la inseguridad. Uno la ve en los diarios y en los noticieros, también en los testimonios recogidos por conocidos y amigos. 
Pero otra cosa es cuando ves la inseguridad tan cerca de ti, inseguridad que a nada estuvo de convertirme en una estadística. 
Acababa de llegar a casa. Me serví la cena y café. Dispuse sobre la mesa los libros que estaba leyendo, también los que reseñaré en las próximas semanas, de paso, acomodé las notas que vengo haciendo sobre Saul Bellow, notas que me servirán para un ensayo-río que tendré que presentar en la quincena de setiembre. En esas iba y me disponía a acostarme luego seleccionar la película que vería en la mañana. 
Cerca de las once de la noche, recibo la llamada de mi hermano, que me dice que pasaría con el taxi para dejar a mi mamá. Me alegré, porque ya estaba extrañando bastante a mi mamá, así que esperaría la llegada del taxi para cargar las maletas, porque para eso me estaba llamando, para cargar las maletas. Esa era mi idea. Pero a los segundos, mi hermano vuelve a llamar. Me dice que el taxi se estacionará por el parque, no en la cuadra porque a esa hora esta se encuentra enrejada en sus dos entradas. 
Voy hacia el parque y veo la llegada del taxi. Abro la reja posterior, cosa que el taxi pueda estacionarse y me sea fácil descargar las maletas. Saludo a mi madre y a mi sobrina. Mi madre y hermano bajan del taxi. Entre mi hermano y yo descargamos las maletas de mi madre. Intercambiamos algunas palabras, palabras para el olvido. 
No me percato de la presencia de tres huevones que caminan por la vereda del frente. Mi hermano me apura y yo le digo que se calle, porque esos tres huevones vienen en diagonal hacia nosotros. Los taso al vuelo y me parecen inofensivos, a quienes puedes domesticar con algunas carajadas y lapos. Sin embargo, las cosas cambian drásticamente cuando de dos esquinas aparece una camioneta policial, que a toda velocidad se nos acerca, estacionándose al costado del taxi que trajo a mi madre. 
La balacera entre los tres huevones y los policías. 
El taxista se refugió detrás de su vehículo, mi sobrina Gianella se guareció en el asiento, mi hermano se lanzó sobre mi madre y yo, estupefacto, me quedé parado. ¿Cuántas balas? Las conté: quince. Doce por cuenta de los policías y tres de uno de los huevones. Cuando a este se le acabaron las balas, empezó a correr. Dos policías fueron tras ellos. Uno de los huevones escapó y cada policía trajo a uno cogido del cuello. El policía que conducía comenzó a grabar el arresto. Las amenazas de los huevones a los policías estaban libres de eufemismos, amenazas que eran respondidas con patadas en la espalda y codazos en la nuca mientras los esposaban. 
Terminamos por bajar las cosas. Mi hermano y mi sobrina se retiraron rápido. Mi madre me decía que no me quedara mirando. Pero no le hice caso. Quería seguir mirando. Al cabo de unos minutos crucé el parque con las cosas de mi madre y regresé al lugar de los hechos. No sé para qué, pero al cabo de media hora, luego de haber visto la balacera a menos de siete metros de distancia, tuve conciencia de mi vida, de la esencia de las cosas, de la suerte que tuvimos en medio de ese fuego cruzado, de las no pensadas oportunidades que a uno le brinda un hecho que bien pudo ser el más aciago, pero que gracias a Dios no lo fue.

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