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Últimas horas en la FIL y ya pienso en
los días de descanso. Ojalá sean tales y no meras palabras muertas en las
intenciones. Siempre ocurre algo que altera los planes, que te obliga a
posponer lo que pensabas hacer y que te hunde en una relativa desazón, porque
lo que sí necesito en estos días es dormir harto y pensar lo que voy a hacer en
los próximos meses.
Pienso más de la cuenta en lo que haré
próximamente. Ayer en la tarde noche, lucubraba en lo inmediato, pero estas
divagaciones se esfumaron cuando llegó mi amigo Joel, con algo que había
prometido y que recién cumplía. Su emoliente en termo. El emoliente estaba muy
bueno, hasta podría decir que tenía un extraño sabor que hizo que lo llamara “el
emoliente canábico”. Prácticamente, me acabé todo el termo y eso que no soy
mucho de emoliente e infusiones.
El emoliente canábico me despertó. Hizo
que mi realidad fuera más colorida de la que ya es. Es así que salí a buscar a
Margo Glantz, que se encontraba en los recintos feriales. Me acercaría no sé
para qué, he leído casi todos sus libros y no tenía ninguno a la mano, pero no
importaba, con tal de que le dijera que la admiraba y que me parecía una mujer
maravillosa, era más que suficiente. El emoliente canábico alteró mis
intenciones de querer ver a la Glantz. Sorteaba a las miles personas en el
trayecto, pero estas se hicieron una sola fuerza maléfica que me obligaron a
tomar el camino más largo, por ende, me alejé sin querer de Glantz. Escogí sin escoger un camino que me
llevó a la cafetería de la feria. No sabía qué hacía allí, pero algo tenía que
hacer. No sé si era mi percepción alterada por el emoliente, pero veía a todos
felices, tragando y bebiendo, aplaudiendo no sé qué. Demasiada felicidad para
un lector, me dije. Y haciendo caso de esa ridícula posería, salí de la
cafetería al encuentro ahora sí con Glantz, decidido a no dejarme distraer por
la multitud y a violentarme contra esta si era necesario.
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