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El
sol me sorprende en el taxi. No he dormido bien en estas últimas noches
y me encuentro releyendo decenas de páginas de Ojo al cine de Caicedo. Me concentro en sus ensayos, no las
reseñas, en los que es posible notar a un Caicedo que intenta contener la
furia. ¿Cómo debió sentir que sus deseos de hacer cine no eran más que la
quimera de un alucinado, una empresa por demás imposible? En estos ensayos,
Caicedo se deshace en palabras, y por momento da la impresión de no saber cómo
volver a los temas que viene tratando. Eso es lo que me gusta de los ensayos,
el titubeo conceptual, pues en el titubeo yace la inseguridad, inseguridad que
no solo enriquece en el desarrollo el tema, sino también la prosa.
El tráfico se posesiona de los infelices
que no podemos movernos. Con el sol y el bochorno me es imposible leer, llegar
a la mínima concentración. La incomodidad puede más y en el taxi, a menos que
no esté en movimiento, me siento como un sudoroso animal enjaulado. Pienso en
bajarme y caminar, pero en las aceras no veo espacios para las sombras.
Las obras que se vienen realizando en la
ciudad nos obligan a planificar nuestras actividades con tiempo. A no más de
medio kilómetro veo el Estadio Nacional. En la noche habrá fútbol y todo mundo
en este país se olvida de la mediocridad de nuestros seleccionados y apuesta
por un triunfo que podría servir de consolación cuando no vayamos al mundial. En
partidos como los de esta noche, el antichilenismo de los subnormales sale a
flote, no solo lo puedo ver, también oler, ese olor rancio a mantequilla con
aceite de pollada.
El taxi comienza a avanzar y
paulatinamente va adquiriendo su velocidad normal. Aprovecho en pagar con
tiempo y acomodo el libro de Caicedo, que es un tocho de más de 500 páginas,
dentro de uno de los compartimentos de mi mochila. Sin embargo, en el centro
siempre pasan cosas que me obligan a no buscar, como ahora, un camino de
sombra, y la razón es suficientemente curiosa, porque veo a una profesora de
ballet en atuendos con siete niñas, también vestidas como ella, caminando en
fila india por Wilson. La imagen me despierta más de una sensación, por su
indiscutido aliento poético. Me pregunto si estaría mal en que me acerque a la
profesora de ballet y preguntarle cómo fue que se entregó en cuerpo y alma al
ballet. La pregunta puede ser extraña, pero es la curiosidad del instante lo
que me hace pensar en esta posibilidad.
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