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A las 3 de la madrugada me levanto para
un duchazo. El calor y la humedad se tornan insoportables. Cuando llegué a casa
me puse a leer la novela póstuma de Don Carpenter, que dejó inconclusa y que
Jonathan Lethem terminó. El duchazo fue breve, pero lo suficientemente
relajante para poner en orden en el escritorio y la música desperdigaba.
Aproveché también en leer y ver las noticias que marcaron el viernes, como las
denuncias de plagio contra el chato Acuña.
No lo niego, aparte de indignación y
fastidio, Acuña me genera algo de gracia, pero una gracia nada festiva, sino
que la veo así para tratar de entender la postura y verbo timadores con los que
no solo se presenta a sus electores, sino con los que también ha usado en toda
su vida. Eso: la del provinciano esforzado que ha hecho plata y al que se le
tiene que atacar por el hecho de ser provinciano. A lo largo de mi vida he
conocido a muchos Acuñas, personajillos que te hablan bien, inclinados a la
lástima propia, positivos y chocheras de medio mundo. Cuando menos te lo
imaginas, comienzan las cosas extrañas. Cuando se las comentas, estos Acuñas no
dudan en hacer suyo el discurso de la lástima, echándole la culpa a terceros y
a la envidia de estos.
Llegado el momento, los presionas. Como
estos Acuñas se creen los dueños del mundo, no vacilan en optar por la
prepotencia y la amenaza, siempre y cuando su caso no traspase el ámbito amical
o diplomático, pero si ese no fuera el caso, vuelven a la estrategia inicial,
la de la víctima a la que medio mundo busca apanar. En el mundo cultural he
conocido a varios Acuñas, la mayoría ociosos que sabían a quién sobar en el
momento adecuado. También los he nombrado una que otra vez en este blog.
Los Acuñas saben rodearse de lamebotas y
pusilánimes, expertos en el arte del lustrabotismo. Son un plaga, los ves ya
sea en el mundo de la política, como en el mundillo cultural, y con mayor razón
si es que hay dinero de por medio.
Decido no ir a dormir y me sirvo un
café. El sueño y cansancio se han ido. Y veo la defensa de Acuña, escoltado por
supuestos defensores de la moral y buenas costumbres, como Luis, Anel y
Humberto, sin duda, aún más podridos que el chato.
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