oficio y nervio
Uno de los libros al que venía
siguiéndole la ruta, a razón de excelentes críticas de lectores que respeto y
rastreo cada vez que puedo, como Zambra y Masoliver Ródenas, era el cuentario Qué vergüenza (Seix Barral, 2016) de la
narradora chilena Paulina Flores.
Los que leen mis artículos y siguen este
blog, saben que muestro una preferencia muy especial por la narrativa chilena
última. Hablo de un entusiasmo basado en un conocimiento de causa, es decir,
leyendo todo lo que he podido de ella, ya sea porque he recibido libros de sus
autores o porque me he lanzado a la búsqueda. Además, años atrás tuve la
oportunidad de estar en Santiago y quedé más que impresionado por el momento
que atravesaba la poética narrativa del sur (hay de todo: mediocres, malos,
buenos y muy buenos), eso en cuanto a los narradores del nuevo siglo, y ni
hablar sobre las plumas mayores, al respecto pienso en Germán Marín, capazo al
que tendríamos que leer por estos lares.
Como indiqué, había entusiasmo, por ende
expectativa, puesto que ya tenía en manos el libro de Flores, que leí de manera
excluyente en la tarde del domingo antepasado. Sus nueve cuentos (Qué vergüenza, Teresa, Talcahuano, Olvidar a Freddy, Tía Nana, Espíritu americano,
Laika, Últimas vacaciones y Afortunada
de mí) me presentan a una narradora dueña de una mirada privilegiada, capaz
de ver/detectar la epifanía de las situaciones inanes de la vida cotidiana,
exhibiendo una capacidad por demás experimentada en los diálogos, en los que prevalece
un corrosivo humor que desarma, lo que nos permite entender y apreciar la
radiografía moral de sus personajes, más de uno llamado a quedarse en la
memoria del lector, a saber, la madre del cuento Teresa. Por otra parte, los cuentos no adolecen de flacidez
estructural, característica muy común en los primeros cuentarios de autor, a ello
sumemos que no están lastrados por el apuro de cerrarse como historias. En este
sentido, los cuentos (brillos para Talcahuano
y Espíritu americano) no se ven
resentidos en su desarrollo, sino que se benefician de la libertad discursiva
que, en la mayoría, nos transporta a los años de la transición emocional de la
infancia, Destaquemos que la infancia que nos cuenta Flores viene rubricada por
el dolor emocional que nace de la (ya señalada) cotidianidad, es decir, no
asistimos a una metáfora de las tragedias producto de las grandes catástrofes emocionales.
Sin embargo, algo ocurre en estos
relatos, una fuerza invisible impide que arriben a lo que conocemos como la
experiencia literaria. Bien sabemos, la literatura es más que forma y
conocimiento, y la experiencia literaria puede darse hasta en proyectos
fallidos. ¿Qué ha ocurrido entonces en estas páginas, cuando ya hemos indicado
que su autora exhibe con creces su vocación y es dueña de una mirada especial?
Entonces, las hipótesis y las especulaciones se hacen presentes para entender
esta impresión. Pero no hay que pensar mucho, y ese “no pensar mucho” nos habla
bien de Flores como narradora, que sí tiene mucho que decir.
Muy simple: el ancla que impide el
desplazamiento de QV hacia
la experiencia literaria no es otro que el lenguaje. Estamos ante un lenguaje
funcional, pero su funcionalidad no es el problema, sino la falta de
maceración, o llámale madurez, en la esencia de la escritura que sostiene los
cuentos del volumen. La escritura evidencia una falta de descanso, no tiene el reposo
que conlleva al nervio, y por ello somos testigos de la ausencia de la pesadez
ligera que debe exhibir el lenguaje funcional, tal y como lo indicaba Calvino.
Esperaba mucho más de QV, pero el reparo señalado dista de
catalogar este libro como un paquete editorial. Ni el libro ni la autora son
paquetes. Solo faltó trabajar más la escritura, Los cuentos en su estructura,
visión y proyección merecían una escritura nerviosa.
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