Mutilador de libros
Hoy me lavanté tarde. Con mucha pereza me serví un jugo de naranja y prendí el primer cigarro del día. Tengo la costumbre de no prender la PC hasta después de un duchazo, pero hoy no fue así.
Me puse a revisar y contestar algunos correos. Por el Messenger conversé un toque con Garganta Profunda, con quien suelo hablar de pura literatura. Entré al portal del diario El Mundo, me fui al suplemento Crónica y me topé con una crónica de Juan Ignacio Irrigaría y Ana María Ortiz, La cara del ladrón de la Biblioteca Nacional.
Leí la crónica. Me despedí de Garganta Profunda. Me fui a duchar. Pero no dejaba de pensar en el esperpento llamado César Ovilio Gómez Rivero.
En síntesis, la historia que mueve la crónica de Irrigaría y Ortiz es la siguiente: en agosto de este año, la escritora española Rosa Regás renuncia a la dirección de La Biblioteca Nacional por carecer “la confianza del nuevo ministro de Cultura”, cuando la razón de peso se debió a que en su gestión como mandamás se dieron los robos de incunables, entre los que figuraban dos mapamundi de la Cosmografía de Ptolomeo de la sala Cervantes de dicha biblioteca.
(Por cierto, la renuncia de Regás provocó furibundos enfrentamientos entre escritores que defendieron su labor como directora y los que no dudaron en enrostrarle su ineficiencia.)
Por meses se buscó al responsable del hurto. Lógicamente que tenía que ser alguien que se haya hecho pasar como investigador ya que como suele ocurrir en todas las bibliotecas del mundo, sólo se ingresa a las salas de incunables a través de un carnet de investigador. El tiempo pasaba y no se sabía nada del ladrón de libros.
¿Dije Ladrón de libros?
“Bueno fuera”, por decir lo menos.
Esto es lo que hacía César Ovilio Gómez Rivero: en su estuche de gafas tenía un juego de pequeñas y filudas cuchillas con las que se apoderaba de páginas específicas de los incunables. O sea, no se llevaba libro alguno, sencillamente los mutilaba.
Eso sí me repele. No voy a pintarme de santito con relación a los libros, no niego que en algunas ocasiones he sustraído libros de alguna que otra librería, hace ya muchísimo tiempo. Sin embargo, considero que sólo en la mente de un degenerado, supino, arrastrado, miserable, puede darse la idea de llevarse la parte de un todo, parte que el imbécil en cuestión adjudica con verdadero valor, dejando al objeto base con una herida no curable.
Pues bien, a Gómez Rivero se le ha acorralado en Buenos Aires, en un barrio residencial, y ésta es su “magnífica” defensa:
«No cuento con ningún recibo de adquisición, como es común en el ambiente librero. He obrado sin ánimo delictivo ni conocimiento de ilicitud alguna»
¿Cómo es, no?
Cuando a los miserables se les descubre una falta, apelan a la lástima, tal y como ocurre con ese viejo huevoncito, quien ahora trata de hacerse pasar como un abnegado amante de los libros, con una pasión desmedida que lo llevó a hacerse “sin querer queriendo” con algunas páginas de incunables listas para ser vendidas en el mercado negro.
Por cierto, ese mutilador de incunables ya vendió el mapamundi de Ptolomeo. Hizo el negocio a través de Internet. Lo compró Simon Dewez, un australiano con la mente igual de podrida que su vendedor.
No me imagino a mis patas Boris Balkan ni Lucas Corso en estos asuntos turbios. Ellos, a su manera, tienen un amor por los libros incunables tal cuales, no mutilados.
Me puse a revisar y contestar algunos correos. Por el Messenger conversé un toque con Garganta Profunda, con quien suelo hablar de pura literatura. Entré al portal del diario El Mundo, me fui al suplemento Crónica y me topé con una crónica de Juan Ignacio Irrigaría y Ana María Ortiz, La cara del ladrón de la Biblioteca Nacional.
Leí la crónica. Me despedí de Garganta Profunda. Me fui a duchar. Pero no dejaba de pensar en el esperpento llamado César Ovilio Gómez Rivero.
En síntesis, la historia que mueve la crónica de Irrigaría y Ortiz es la siguiente: en agosto de este año, la escritora española Rosa Regás renuncia a la dirección de La Biblioteca Nacional por carecer “la confianza del nuevo ministro de Cultura”, cuando la razón de peso se debió a que en su gestión como mandamás se dieron los robos de incunables, entre los que figuraban dos mapamundi de la Cosmografía de Ptolomeo de la sala Cervantes de dicha biblioteca.
(Por cierto, la renuncia de Regás provocó furibundos enfrentamientos entre escritores que defendieron su labor como directora y los que no dudaron en enrostrarle su ineficiencia.)
Por meses se buscó al responsable del hurto. Lógicamente que tenía que ser alguien que se haya hecho pasar como investigador ya que como suele ocurrir en todas las bibliotecas del mundo, sólo se ingresa a las salas de incunables a través de un carnet de investigador. El tiempo pasaba y no se sabía nada del ladrón de libros.
¿Dije Ladrón de libros?
“Bueno fuera”, por decir lo menos.
Esto es lo que hacía César Ovilio Gómez Rivero: en su estuche de gafas tenía un juego de pequeñas y filudas cuchillas con las que se apoderaba de páginas específicas de los incunables. O sea, no se llevaba libro alguno, sencillamente los mutilaba.
Eso sí me repele. No voy a pintarme de santito con relación a los libros, no niego que en algunas ocasiones he sustraído libros de alguna que otra librería, hace ya muchísimo tiempo. Sin embargo, considero que sólo en la mente de un degenerado, supino, arrastrado, miserable, puede darse la idea de llevarse la parte de un todo, parte que el imbécil en cuestión adjudica con verdadero valor, dejando al objeto base con una herida no curable.
Pues bien, a Gómez Rivero se le ha acorralado en Buenos Aires, en un barrio residencial, y ésta es su “magnífica” defensa:
«No cuento con ningún recibo de adquisición, como es común en el ambiente librero. He obrado sin ánimo delictivo ni conocimiento de ilicitud alguna»
¿Cómo es, no?
Cuando a los miserables se les descubre una falta, apelan a la lástima, tal y como ocurre con ese viejo huevoncito, quien ahora trata de hacerse pasar como un abnegado amante de los libros, con una pasión desmedida que lo llevó a hacerse “sin querer queriendo” con algunas páginas de incunables listas para ser vendidas en el mercado negro.
Por cierto, ese mutilador de incunables ya vendió el mapamundi de Ptolomeo. Hizo el negocio a través de Internet. Lo compró Simon Dewez, un australiano con la mente igual de podrida que su vendedor.
No me imagino a mis patas Boris Balkan ni Lucas Corso en estos asuntos turbios. Ellos, a su manera, tienen un amor por los libros incunables tal cuales, no mutilados.
1 Comentarios:
Hola Gabriel
¿Tienes enamorada?
Leo siempre tu blog.
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