Entrevista: Enrique Vila-Matas
“No soy capaz de entender la literatura sino es como un frente abierto a la imaginación y a propuestas nuevas que entronquen con la tradición”
Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) es un escritor gravitante de la narrativa contemporánea en castellano. Es dueño de una obra prolífica que ha merecido los más altos reconocimientos, como el Rómulo Gallegos 2001, el Prix Médicis (mejor novela extranjera del año 2002 en Francia), el Internazionale Elsa Morante, el premio de la Real Academia Española 2006, entre muchos. Ha sido traducido a treinta y dos idiomas y sus no pocos lectores siempre están a la expectativa de su trabajo. En esta entrevista, intentamos ofrecer a los lectores una radiografía que nos revele los secretos de una poética rubricada por la constante búsqueda de lo nuevo, como también conocer a la persona detrás del escritor.
Como señaló Vladimir Nabokov: “la biografía de todo escritor está marcada por la historia de su estilo”. En este sentido, centrándonos en tu poética, tu estilo está signado por la relación entre la vida, la lectura y escritura. Esta relación exhibe una fuerza coherente en todos tus libros, lo que me ha llevado a pensar que en algún momento tu obra fue incomprendida, o mal leída.
Es buena señal que a uno, en los primeros años, cuando irrumpe con su mundo singular y propio, no le entiendan. Señal de que hay un autor valiente, dispuesto a llevar la contraria a los que han elegido el camino fácil de repetir las fórmulas de éxito. Por eso no voy a quejarme de que, por ejemplo, un libro como Historia abreviada de la literatura portátil, que apareció en 1985, fuera visto por la crítica española, en general, como un ejercicio light en medio de las severas novelas “importantes” que se publicaron aquel año. Aquel libro light es hoy casi un clásico (confío en que no llegue a clásico del todo para que no pierda su renovada frescura) y en cambio las severas novelas de aquel año han sido olvidadas. Yo ya lo sabía, pero en aquello días no podía hacer nada mejor que morderme la lengua, ver desfilar la caravana de los mediocres de moda que promocionaban los suplementos españoles. Pero no se crea que Historia abreviada de la literatura portátil acabó siendo más valorada en mi país. No. Su buena fama se la construyeron en México, el primer lugar donde mi obra fue realmente bien leída y reseñada.
¿A qué crees que se deba que Historia abreviada de la literatura portátil, o sino también tu obra como tal, fuera mejor valorada en México?
Le pregunté a Sergio Pitol y él me explicó que mi literatura era excéntrica (en el sentido literal de la palabra) y México era, por su parte, un país muy excéntrico. Por ahí seguramente había tenido lugar la conexión, el noviazgo. A los mexicanos, además, les venía cansando mucho la literatura española plomiza, realista, falta de imaginación. Valoraban mi libertad narrativa. Hasta ahí lo que he podido llegar a saber acerca de ese flechazo con los lectores mexicanos. Ahora bien, todo es un misterio. Nada, por mucho que se explique, se explica. Sigo preguntándome por qué los mexicanos conectaron tanto. Quizás sea yo mexicano sin saberlo.
Tus libros son el testimonio de una búsqueda y llegada a una tradición personal. Sin embargo, para llegar a esa tradición personal, has tenido que conocer bien, en primer lugar, la tradición a la que perteneces. ¿Qué libro de la literatura española es el que te ha marcado más como escritor y lector?
No es un solo libro. Son lecturas de poesía, de la generación del 27, de César Vallejo, de Gorostiza, de Huidobro… Pero si hay un libro esencial, ese es La realidad y el deseo, de Luis Cernuda, que se convirtió en mi libro de cabecera (es actualmente el corazón de mi biblioteca). Hay un poema de Cernuda, Es lástima que sea mi tierra, que leía en París a veces en voz alta y que me hacía siempre llorar. Lo mismo me ocurría con otro de sus poemas, Impresión de destierro. Ahora que lo pienso, toda mi obra podría llevar ese título, ¿no? Impresión de destierro.
Digamos que la narrativa contemporánea española ha tenido líneas temáticas y formales muy marcadas, y posiblemente aquello motivó que fueras una rara avis. Y percibo que tu admiración por Cernuda se deba a que él también era una rara avis.
“No me queréis lo sé”, les dice Cernuda en un poema a sus compatriotas. “Es lástima que fuera mi tierra”, dice en otro verso. Mi formación cultural específicamente barcelonesa –democrática, cosmopolita, lúdica- agravaba mi extrañeza ante mis brutos paisanos españoles, a los que veía en pleno todavía Paleolítico. Y para colmo, el franquismo sociológico estaba ahí (continúa, por cierto). Como joven recién salido de la adolescencia, tenía, además, los clásicos sentimientos de soledad, de incomprensión… Veía que España era rara, por no decir fascista, y, claro, me alejaba Como tantos artistas barceloneses de otras épocas, miraba a París, que me parecía la salvación.
Antes de entregarte de lleno a ser escritor, ¿tuviste otras inquietudes artísticas? ¿Fuiste actor?
Director de cortometrajes. Crítico de cine. Actor. Como realizador dirigí Todos los jóvenes tristes y Fin de verano, dos películas de treinta minutos. Hoy están en poder de la Filmoteca de Cataluña. Hablaban de la desesperación (la primera) y de la destrucción de la familia burguesa (la segunda). Fui crítico de cine en las revistas Fotogramas y Destino y, en mi calidad de tal, viajé a muchos festivales de cine durante un tiempo, con todo pagado, eso era lo mejor teniendo en cuenta que era muy joven y no tenía nada de dinero; pero también es verdad que me apasionaba el cine. En los festivales internacionales llegué a ver cinco películas al día. Entre mis recuerdos: asistir –a tres butacas de distancia de Dominique Sanda- al estreno mundial de Novecento de Bernardo Bertolucci en Venecia (Estaba enamorado de Dominique Sanda). También fui actor. Las siete películas catalanas en las que intervine fueron prohibidas por la censura franquista. A la muerte del dictador, hubo una Semana de Cine Prohibido y la gente observó que en todas salía yo. Hice también de extra en la primera película de James Bond sin Sean Connery. Fui el primer español de toda la historia que salió en una película de Bond. Ya siendo escritor, participé en los films undergrounds que Adolfo Arrieta rodaba en París con el apoyo de Severo Sarduy y de Marguerite Duras. Después, cuando opté por el camino literario, escribí un librito poco conocido, que se tituló Nunca voy al cine (se reedita en marzo 2011 en un volumen que contendrá mis cinco primeros libros y se titulará En un lugar solitario). Ese librito en el que proclamaba que nunca iba al cine fue mi ruptura, por unos años, con mi demasiada pasión por el mundo de la imagen.
Si un actor sale en una película que es censurada por una dictadura, podría verse como un hecho gaseoso en su carrera. Pero si este actor interviene en siete películas, sabiendo que van a ser censuradas, es porque queda en evidencia una actitud de coherencia política, de respeto a los principios de cada quien. Te lo comento porque no pocos tenemos una imagen tuya de escritor apolítico.
Pero en mi último libro, sin ir más lejos, en Perder teorías (al que alguien ha calificado, con acierto, como mi Libro Rojo, porque contiene –sintetizada- mi posición ante el mundo y la literatura) hay sitio para la toma de posición moral, política. En ese libro hablo, por ejemplo, de Kafka y digo que fue un buen ejemplo de “escritor perceptivo” porque supo ver hacia donde evolucionaría la distancia entre estado e individuo, máquina de poder e individuo, singularidad y colectividad, masa y ser ciudadano. Kafka vio el panorama más allá en la evolución. Eso explica –digo ahí en ese opúsculo que es Perder teorías- que le gustara tanto otro libro de marcado acento perceptivo, Bouvard et Pecuchet, donde hay ya un espléndido diagnóstico de cómo la estupidez avanzará imparable en el mundo occidental… Bueno, todo eso no quita que la imagen que pueda dar mi obra –y lo comprendo- sea más bien “muy literaria”, como autónoma de otras realidades. Pero he vivido siempre muy sensibilizado ante los hechos políticos y tengo opiniones muy definidas, a pesar de que en mi literatura me gusta mucho navegar en la ambigüedad y en la duda metafísica, que es la misma ambigüedad en la que me muevo, además, en mi vida cotidiana.
Mencionas a Cernuda, Sarduy y Duras. Los tres los asocio a la plasticidad de la poesía, lo que me lleva a saber si en algún momento de tu vida quisiste ser poeta.
Hacia 1966 empecé a escribir poemas. Conservo algunos, como Mi vida a la intemperie, inspirado por lo que yo imaginaba que decía Bob Dylan en sus canciones. Y de hecho, en 1971 me puse a escribir ese primer libro o novelita (Mujer en el espejo contemplando el paisaje) sin tener apenas experiencia como lector de novelas, ni de cuentos, ni de ensayos. Sólo había leído poesía. O sea que me puse a escribir una novela, sin apenas haber leído cinco novelas en toda mi vida. Naturalmente, así salió esa novela, más bien conectada con la poesía que con una narración al uso. Incluso, diría, que lastrada por su excesiva poesía. Pero tampoco es que tuviera mucha experiencia como lector de poesía, que era lo que en esos días escribía, sólo escribía versos, nada de prosa (poemas bobdylanianos), calculo que me había acercado a unos treinta poetas y un total de cien poemas. Ese era mi levísimo bagaje cuando, no queriendo desperdiciar todo mi tiempo en el mundo bélico del norte de África, comencé a golpear la Olivetti Lettera del colmado de Melilla, adonde había sido destinado o condenado; empecé allí una novela, por las tardes; por las mañanas, despachaba comida a los sargentos; habría preferido rodar una película en lugar de escribir una novelita, pero obviamente eso allí no era posible; por las noches hacíamos guardias eternas en la frontera con Marruecos, daba miedo. O no, a mí no me daba ninguno, porque me prohibieron que manejara armas, dado que tenían informes de mis actividades antifranquistas. Estar politizado fue una suerte porque no me dejaron ir a primera fila del frente marroquí. Me ahorré que me mataran.
Colijo entonces que es a partir del sexto libro que tu carrera comienza a ser tomada más en cuenta, o mejor dicho, a ser tomada en cuenta desde el extranjero. Los años han pasado y se anuncia la publicación en un solo tomo de tus cinco primeros libros. Para muchos sería completar el ciclo de lecturas Vila-Matas puesto que casi todos –los de mi generación, específicamente- tuvimos el primer acercamiento a tu obra con Suicidios ejemplares e Historia universal de la literatura portátil.
Del volumen que va a ocuparse de esta primera etapa, compuesta por los cinco libros que antecedieron en el tiempo a Historia universal de la literatura portátil, destacará el prólogo de cuarenta folios, escritos especialmente para la edición. En él analizo cómo fui convirtiéndome en escritor sin que yo me lo hubiera inicialmente propuesto, ya que llegué a esto de la escritura por un equívoco, por la imposición de una señora que decidió editarme mi primer libro cuando yo ese libro lo había escrito sin ánimo de, al terminarlo, ponerme a buscar gente que lo leyera. Me pregunto en el prólogo en qué momento uno se convierte en escritor. Y me respondo que posiblemente en el momento en que uno traspasa plenamente la frontera que separa una frase vulgar de una literaria. En Impostura, mi quinto libro, creo que ya empecé a percibir las primeras señales de una posible leve transformación de lo que escribía… Si no recuerdo mal, Pere Gimferrer, en Itinerario de un escritor, cita unos versos de Góngora (“Quejándose venían sobre el guante / los raudos torbellinos de Noruega”) y explica el significado de estos versos aparentemente difíciles de comprender: el guante es el guante de los halconeros; “los raudos torbellinos de Noruega” quiere decir los halcones que se suponía que venían de tierras hiperbólicas, precisamente de Noruega, que en aquel momento era un nombre genérico y extraordinario…Está claro que Góngora podría haber utilizado un lenguaje más directo, más vulgar. Lo habríamos entendido mejor, pero no habríamos leído unos versos memorables, sino una frase de absoluta banalidad prosaica (que ya estaría olvidada), como una de esas frases vulgares que a veces cruzamos con los taxistas de nuestras ciudades nerviosas, con la única intención de poder, lo más pronto posible, olvidarlas. Y bueno, ¿adónde quiero ir a parar con todo esto? Ah, sí. A poder decirte que yo creo que la literatura apareció en mi guante como un raudo torbellino de Noruega.
Al hacer referencia a los versos de Góngora –aparte de la metáfora que consignas-, reflejas que hay en ti una pulsión como escritor de huir del lugar común.
Creo que no soy capaz de entender la literatura sino es como un frente abierto a la imaginación y a propuestas nuevas que entronquen con la tradición, pero para ampliarla tras haberle dado un viaje completo por el espacio. Me apasiona la literatura, especialmente cuando es algo que, como me sucede últimamente, se me presenta cada vez más como algo seriamente difícil. Decirte esto, por cierto, me ha hecho recordar una pregunta que le hacen a William Gaddis en una entrevista. “¿Escribe usted como escribe porque ésa es la manera más fácil para usted, o es que obras tan ‘difíciles’ de leer son igualmente ‘difíciles’ de crear?”. La respuesta de Gaddis: “Bueno, como he intentado dejar claro, si el trabajo no me resultara difícil lo cierto es que moriría de aburrimiento”
He notado que te incomoda que te cataloguen de autor metaliterario. Es decir, en algunos casos se te ha designado como el fundador de la vertiente metaliteraria. Si fuera así no proclamarías admiración total por La vida y opiniones de Tristram Shandy de Sterne. Y eso que si avanzamos hacia atrás, encontraríamos lo metaliterario en los cantos homéricos y en el Quijote.
Es que sospecho que los que me califican de metaliterario simplemente no me han leído. Hay muchas más cosas en lo que hago. Hablo de la vida y de la muerte y no desdeño ninguno de los temas cruciales del hombre. Dublinesca, mi última novela, es una prueba muy exacta de esto. Además, qué carajo, me parece que la expresión metaliteratura, al menos como se utiliza hoy, no es nada productiva. Es como metalenguaje, que tampoco sirve para analizar nada. No hay metalenguaje, como dicen los lógicos. Tampoco existe la metaliteratura. Pero es un cliché crítico que ha servido para enfrentar lo que sería una tradición un poco más compleja de construcción de historias con una supuesta tradición minimal o directa, que se remonta a Hemingway. Por un lado, ese cliché o ese estereotipo no es muy productivo, y me parece que esconde un conflicto más profundo entre lo que Piglia llama el “neopopulismo profundamente anti-intelectual” de la cultura de masas, y ciertos escritores que se adaptan, que se someten a esa tentación antiintelectual que la cultura de masas produce por su propia dinámica. Hemingway, que era un gran escritor, un escritor experimental de primera calidad, fue el primero que se sometió a esa lógica y construyó la imagen, el ícono más grande de escritor que tiene la cultura de masas del siglo pasado, que es el escritor como antiintelectual, el escritor como cazador de búfalos, como cazador de leones, como guerrero. Sabemos que detrás de eso se escondía alguien que estaba absolutamente escindido, de un modo trágico, por la falsa imagen que él mismo se había construido. Una imagen que lo llevó al suicidio, porque Hemingway era mucho más refinado, mucho más complejo que esa figura que él trataba de construir. Y esa es la figura que ha terminado por convertirse en dominante. Un escritor que quiere funcionar bien en la cultura de masas debe presentarse como un hombre sencillo que puede cazar leones, como alguien que de ninguna manera pueda ser asimilado a un intelectual. En oposición a esto ha aparecido una tradición que ha ido encontrando cada vez más lugar, me parece, en el marco de la literatura actual, que ha resistido a esa tentación. En esta tradición están John Berger, Calvino, Claudio Magris, Borges. A nadie se le puede ocurrir pensar que John Berger hace metaliteratura porque escribe ensayos y ha escrito sobre pintura y porque es un hombre que en sus novelas reflexiona sobre cuestiones múltiples. Lo mismo exijo que hagan conmigo.
Si nos ceñimos a las taxonomías, pero ampliando el criterio, serías mucho más vitalista que los escritores catalogados como tales.
Siempre digo que mi obra gira en torno a un aforismo de Kafka: “Hacer lo negativo aún nos será impuesto, lo positivo ya nos ha sido dado”. Llevo concentrándome muchos años en la poética del No y en lo negativo y –no sé si como feliz consecuencia del camino emprendido, o a la manera de una gran contrariedad- no he conseguido acallar en mí la voz del optimista.
En tu obra destaca el patente respiro de humor. Creo que eso lo hemos notado más los lectores que los críticos.
Mi humor en su relación con los libros es una de las zonas más misteriosas de mi obra, porque no llego nunca a detectarlo plenamente cuando entra en escena, no lo controlo, me sale de dentro, se me escapa, es un humus enigmático. En general, creo que la tendencia que tiene mi humor es la de reírse de mí o, mejor dicho, de lo que escribo. Después de unas parrafadas densas y trascendentes, el humor aparece de golpe para puntuar lo dicho y ponerlo de patas arriba todo, dejarlo totalmente en entredicho. Digamos que a mi humor le gusta llegar siempre después de lo que he escrito y comentarlo. Es un comentarista muy irreverente, que por lo general desmonta el sentido que había estado cogiendo el texto y lo lleva a un terreno yo diría que más ingenuo, pero también más verdadero. Es lo que me acerca más a la gente. Esa inocencia que aflora de golpe, en el momento menos pensado.
Hace unos días releí buena parte de Bartleby y compañía, y ya que hablamos del humor, percibí una soltura descomunal, irreverente. Tengo la impresión de que este podría ser uno de tus libros que más disfrutaste escribir.
Creo que nunca como en Historia abreviada de la literatura portátil y Bartleby y compañía, libros de la misma estirpe feliz, he trabajado con tan pocos problemas creativos y, sobre todo, he trabajado tan relajado. Si no hubiera compensado esa facilidad con los duros choques creativos de libros como El mal de Montano (tan imperfecto, pero tan inmensamente crucial en mi trayectoria) y Doctor Pasavento (reflexión básica sobre mi héroe literario ideal), me habría quedado estancado en un lago de paz eterna.
¿Por qué El mal de Montano y Doctor Pasavento fueron libros duros?
En El mal de Montano tuve que inventarme una estructura que es inédita en el género novelístico, no tiene parangón con la estructura de cualquier otra novela, al menos de las que conozco. Inventarlo todo representa un esfuerzo, cargado de tensión por la constante incertidumbre de lo que se está haciendo. Estaba acostumbrado a tomar estructuras de otros libros como modelo (aunque luego el resultado fuera siempre muy distinto). Claro, si piensas “mi libro estará estructurado como Pálido fuego de Nabokov” (como pensé cuando empecé a escribir La asesina ilustrada), tienes un esquema en la mente al que agarrarte siempre que dudas y no tienes a mano una vista general de tu proyecto. En El mal de Montano engrasé los motores de mi obra. Ya anteriormente lo había hecho con Una casa para siempre, donde me dediqué a construir una estructura también inédita para mi libro: una estructura que permitiera que mi novela pudiera ser leída también como un libro de cuentos, y viceversa. Curiosamente, es significativo que Una casa para siempre viniera después de Historia abreviada, del mismo modo que Montano llega inmediatamente después de Bartleby. Creo que son movimientos que hacía para desvincularme de las obras (Historia abreviada, Bartleby y compañía) que había visto que se habían constituido en hitos dentro de mi propia obra. En cuanto al caso de Doctor Pasavento, creo que fue una novela en la que arriesgué, quizás porque entré en una etapa de locura en mi vida personal y arriesgaba diariamente en todo lo que hacía. El hecho es que construir toda una novela en torno a alguien que no quiere ser visto y hacer que ese personaje desaparezca muy lentamente y, además, lograr que se diluya en su propio texto, fue un reto del que me asombro todavía ahora. Quizás no tenga nada que ver, pero después de Pasavento, me llegó mi crisis física y estuve muy grave, por poco desaparezco en Argentina.
¿A qué se debe tu rendida predilección por la figura de Robert Walser?
Es que Walser me evoca siempre la riqueza moral de uno de esos días perezosos y aparentemente inútiles en los que nuestras convicciones más estrictas se relajan y se convierten en una agradable indiferencia. Es el escritor sumido en la obra, discreto, antimediático, humilde; imagino que todo lo que me gustaría ser y que no soy porque, si lo fuera, me entraría una gran angustia.
El viaje vertical es una novela importante en tu carrera, con ella ganaste el Rómulo Gallegos en el 2001.
Lo que, con el tiempo, de El viaje vertical persiste más en mi memoria es el mapa de la Atlántida que Roberto Bolaño me hizo insertar en la narración (el mismo día en Blanes en que al oír el argumento de mi novela y decirle yo que, como podía apreciar, en mi historia no pasaba nada, él me preguntó que cómo era capaz de decir algo así cuando en mi novela pasaban una cantidad de cosas inmensas) y mi relación de amor con Venezuela, país en el que tengo grandes y entrañables amigos.
El Rómulo Gallegos 2001 es uno de los muchos premios y reconocimientos de importancia que tienes en tu haber. La inquietud puede ser un tanto ingenua, pero cómo llevas la fama, es decir, cómo un escritor hace para que esta no lo maree.
La fama es algo que depende del capricho de los otros. Es distinta del éxito, cuya medida la fija uno mismo, según sus expectativas. Al éxito le llamo “el prestigio propio”, y creo que lo decide uno mismo. Uno tiene su propio tribunal y sabe sus méritos y menguas. Yo, por otra parte (si se me permite introducir el buen humor), siento que tengo mucho éxito sobre todo cuando lo valoro a través de esta frase de Samuel Johnson: “El éxito en la vida consiste en seguir adelante”. Pero la fama, ya digo, es otra cosa. Hay algo en ella que me parece, eso sí, indudable: no existe un solo escritor que no la desee y, como dice Leonardo da Jandra, “aquel que diga que no la desea ni le interesa, además de un farsante, suele ser un fracasado”. Pero la fama ligada a la soberbia (tan habitual en muchos escritores famosos) es insoportable, además de ridícula. Para mí, la forma ideal de estar en el mundo es sabiendo que no sabemos nada, es decir, no perdiendo de vista la sentencia de Eliot: “La única sabiduría que podemos esperar adquirir / es la sabiduría de la humildad: / la humildad es interminable”.
Una de las formas más efectivas de novelizar es por medio del dietario, debido a su carácter plástico en cuanto a estructura. Dietario voluble vendría a ser una gran metáfora de lo que es la escritura como fin en sí misma.
Desde hace unos años, toda mi vida se parece bastante a un dietario voluble. Quizás porque, después de publicado el libro, he seguido con la escritura del dietario. Esta entrevista, por ejemplo, se inscribe por sí sola en el dietario. No es extraño porque voy viendo que de ella, a remolque de lo que me preguntas o comentas, van surgiendo ideas, frases, que habré de abordar, con más calma, en otros momentos que serán continuidad de éste, reforzando la idea de Samuel Johnson de que el éxito en la vida consiste en seguir adelante.
Mientras lo leía, imaginaba también cómo era tu método de trabajo. Sé que escribes en las mañanas. Ahora, tienes muchísimos títulos publicados, lo que me lleva a preguntarte sobre cómo haces para no ser presa del bloqueo, conocido como “la página en blanco”, aunque últimamente vengo escuchando lo del “cerebro que se seca”.
Siempre dejo algo para escribir al día siguiente. Claro está que, como todo el mundo sabe, uno muere cada día y, al despertarse al día siguiente, vuelve a nacer. Me resulta difícil cada día conectarme con el nuevo día –es decir, recordar quién soy y qué estoy escribiendo y qué me toca continuar escribiendo ese día-, pero aún así lo intento. ¿Quiénes somos? ¿No habla mi literatura de esta cuestión? Quiénes somos quizás lo sepamos algún día. Quizás no. “Mi alma arde porque quiere saberlo”, decía Borges que decía San Agustín. ¡Ah, como me gustaría estar lejos de toda esta bazofia de asuntos terrenales llamados dinero, orgullo, celos, amor, decepción, soledad! ¿O tal vez es lo contrario?
En más de una ocasión has declarado sobre los lazos en común que tienes con escritores como Bolaño, Ricardo Piglia y Rodrigo Fresán. Está claro que comparten la base de la lengua castellana. Sin embargo, viéndolo bien, los cuatro vendrían a ser escritores también extraños, excéntricos, dentro del espectro realista que domina la literatura en castellano.
Bolaño, Piglia, Fresán. Es cierto, son escritores con los que creo haberme comunicado. Y no sé cuál de ellos veo más extraño en contraste con ese espectro castellano (realista) del que me hablas. Ya hace tiempo, creo, que la literatura no tiene fronteras. Decía el polaco Gombrowicz: “Cuando escribo no soy ni chino ni polaco.”
Me refería a que ustedes han traído nuevos aires, han ejercido en la escritura la experiencia lectora deparada por Borges, Sterne, Arlt, Walser, etc. Un ejemplo, la obra de Walser no sería lo que es hoy para los lectores en castellano si no fuera por ti.
Lo que afirmas acerca de Walser me lo dicen de viva voz tantos lectores en tan distintos lugares que voy comprendiendo que es verdad que, sin haberlo pretendido directamente, he influido en el conocimiento de este autor en países de lengua española. Se acercan personas e inician una frase que ya me he acostumbrado a adivinar en qué va a derivar: “Yo a usted tengo que agradecerle…”. Nunca es otro autor el que tienen que agradecerme que no sea Walser. Nadie se refiere a Gombrowicz o a Perec, por dar dos nombres de autores a los que suelo también citar o comentar. ¿Y por qué Walser les lleva a la gratitud? Se trata de un escritor que está más cerca de los lectores corrientes de lo que muchos pensaban.
Como sabes, hay temas que los escritores mantienen a lo largo de una obra, o en su defecto abordan en determinados libros. En Dietario voluble percibí tu desazón sobre lo que es la literatura hoy en día, en lo que esta se ha convertido. Y en tu última novela Dublinesca también encontramos esa desazón, pero desde un punto festivo, irónico y paródico.
Bueno, vi pronto que el funeral por la literatura que organiza el pobre Riba tenía que tener un matiz de comicidad. Porque me di cuenta de que si sólo tenía un registro trágico, no habría quien se lo creyera. ¿Convence Riba a todos sus amigos para semejante patochada? ¿Cómo entender que sus amigos se tomen en serio el funeral por la literatura? Por otra parte, es ya una marca de la casa vilamatiana que del análisis de la negatividad salga una fuerza positiva. Entierro a la literatura y parodio la idea –persistente en la humanidad desde siempre- de fin del mundo, y sucede que al final de Dublinesca, la pobre literatura resulta estar más viva que nunca, como si su funeral dublinés (o mi novela) la hubiera activado, resucitado. Entre Dietario voluble y Dublinesca hay muchos puntos en común. Se sigue a un héroe (un escritor, un editor) en su día a día, con morosidad, sacando de la nada o de lo anodino todo lo que uno pueda encontrar: elevando a la categoría de arte la gris cotidianidad.
¿Cómo nació La Orden del Finnegans? En el homónimo libro se nos dice de los requisitos que hay que cumplir para ser parte de ella. ¿Tan estrictos son?
Nació de una idea de Eduardo Lago y Malcolm Barral. Llevaban ya dos o tres años encontrándose en Dublín para el Bloomsday. Uno llegaba de Nueva York y el otro de Barcelona. Un año, el año de 2008, viajé yo también al Bloomsday y me puse previamente en contacto con Lago y Barral para avisarles de que iría a espiarles. Coincidí allí con Jordi Soler y Antonio Soler, que tenían conferencias en el Instituto Cervantes de Dublín. Cuando llegué a Dublín, Lago y Barral fueron a buscarme al aeropuerto y creo que fue entonces cuando me enteré de que se iba a fundar la Orden del Finnegans, que en realidad ya había sido medio fundada el año anterior. Y sí. Somos estrictos. Por cualquier cosa, te pueden expulsar. Este año expulsamos incluso al que íbamos a invitar a ser el séptimo Caballero, lo expulsamos antes de invitarle, creo que nos dejamos llevar por nuestra pulsión “expulsadora” y por el nerviosismo. Luego, al ir a cursarle la invitación a través de un e-mail, nos dimos cuenta de que ya estaba expulsado y tuvimos que invitar a última hora a Marcos Giralt Torrente, que aceptó encantado, aunque creía que también lo expulsaríamos antes de viajar a Dublín.
¿Fue feliz el proceso de escritura de Dublinesca? Te lo pregunto porque hace un rato mencionaste dos títulos que escribiste en estado “feliz”.
No, no fue feliz ese proceso, tampoco desgraciado. Pero no fue exactamente feliz, lo que quiere decir que Dublinesca pertenece a la estirpe de los Montanos y los Pasaventos, novelas en la que trato de ser valiente, de plantearme nuevos retos, de no rehuir las dificultades que presenta siempre la búsqueda de algo nuevo.
¿Cuántas versiones tuvo Dublinesca?
Calculo que cada página está redactada, modificada unas diez o quince veces. No hay varias versiones, pero si todo tipo de modificaciones o ampliaciones a medida que iba escribiendo. Al terminar el libro y entregarlo a Anagrama a través de mi agente –porque fue Anagrama la que tuvo el manuscrito en primer lugar, durante dos meses-, pensé que había algo en él que era indiscutible más allá de que hubiera o no escrito algo valioso: un trabajo enorme, sobre todo trabajo en hilar y relacionar todos los elementos con los que juego en la narración. Traté en todo momento a la novela como si fuera un relato corto en el que todo tuviera que encajar y que yo, además, pudiera controlar al cien por cien, quiero decir, abarcarlo a ser posible de golpe, de una sola aproximación. Naturalmente, esto no es posible hacerlo, pero mi trabajo en Dublinesca se acercó mucho a esto que digo. Sólo al final, en las últimas cuarenta páginas, dejé que quedaran misterios, cabos sueltos, un viaje a Cork que no se realiza y, por tanto, nos quedamos sin saber cuál es la epifanía o gran revelación que allí le espera a Riba… ¿Usted qué piensa acerca de esto? ¿Cree que tendría Riba que ir algún día a Cork, a ver qué le espera allí?
En Dublinesca tenemos páginas dedicadas a Paul Auster. Es obvio que estamos ante una obra de ficción, pero en la vida real ustedes son amigos. Ambos, en su formación artística, se han nutrido de la cultura francesa.
Auster vivió en París exactamente en los mismos días en los que yo estuve por allí, a principios de los años 70 y es muy probable que nos cruzáramos más de una vez en alguna fiesta o simplemente en la calle o en un café. Vivimos, además, en buhardillas parecidas y casi vecinas. Auster decidió que ese pasado en común nos unía. Creo que lo que pasaba era que él tenía ganas de encontrar un motivo que fuera suficiente para entablar una amistad conmigo. Auster es un gran tipo, lo sabe toda la gente que lo ha tratado, es lo contrario del clásico escritor americano vanidoso, tipo Philip Roth, que se cree muy importante. Me acuerdo de que a Borges –sólo yo me acuerdo de eso, porque fue a pie de avión, a su llegada a Madrid en 1976 y fue una respuesta fugaz para el informativo de televisión española- le preguntaron tontamente si había conocido a mucha gente importante en su vida. “Sí, mucha”, dijo Borges, “En Buenos Aires todo el mundo se cree importante”. Bueno, regresando a la cultura francesa. Barcelona era un lugar inhóspito en aquellos años franquistas y París era el fin del mundo para alguien que salía de la “negra provincia” (expresión acuñada por Flaubert).
Lo que me lleva a hacerte una pregunta que engloba la inquietud de no pocos: ¿Cómo mantener una amistad genuina entre escritores referenciales, ya que aparte de Auster, también eres amigo de Claudio Magris, Sergio Pitol, Jean Echenoz? Como sabes, el mundo literario es también una guerra abierta de egos.
Cuando yo era muy joven, Paula de Parma me dio un consejo que me resultó útil: no preocuparme por lo que escribían los compañeros de generación, y menos aún por la fama que, con sorprendente velocidad, pudieran alcanzar algunos. Me dijo que me dedicara a escribir, que me concentrara en esto, exactamente en escribir, y me olvidara de lo que pudieran hacer los otros (que uno fuera mejor que yo y el otro peor no iba a incidir en lo que pudiera escribir yo; no lo iba a empeorar, pero tampoco a mejorar). Si un día lo que hacía resultaba ser valioso, se sabría. Y si no lo era, también se sabría. Si era valioso, no tendrían más remedio que aceptarlo; a regañadientes, pero no tendrían más remedio que encajar una literatura hecha de espaldas a ellos… El consejo de Paula fue utilísimo, porque desde entonces no ignoro que lo importante es seguir tu camino, no perder el tiempo en el “mundillo cultural” y dedicarse a la obra. Eso no quita que durante muchos años, cuando me iba de juerga, me relacionaba mucho con los distintos grupos de la tribu literaria, todos en combate continuo entre ellos y conmigo, si no me acuerdo mal. Ese combate, hoy en día continúa, pero por suerte, desde que llevo una vida más retirada, lo sigo desde lejos, viendo, entre divertido y horrorizado, las trifulcas del gremio hispano. Observo también cómo algunos que decidieron que no era tan interesante lo que yo hacía, se hunden en un lento lodazal, camino del día en que, como se dice vulgarmente, tendrán que envainársela. Por otra parte, con los escritores que me nombras (Magris, Sergio Pitol, Jean Echenoz, a los que podría añadir Tabucchi, Martínez de Pisón y diez nombres más que no citaré para evitar problemas con algún posible no citado), he partido siempre de la premisa y convencimiento de que no soy mejor escritor que ellos y que, si lo fuera, hasta me disgustaría, porque lo vería casi como un contratiempo.
Es precisamente en Francia donde se publicó Perder teorías, a la par de Dublinesca. En este desarrollas los postulados sobre el futuro de la novela que Riba aborda en los primeros capítulos de Dublinesca.
Exacto. Perder teorías contiene la teoría de la novela que formula Samuel Riba en Lyon y que en el fondo es la que, sin darme cuenta (porque Perder teorías lo escribí antes que mi novela) llevé luego yo a la práctica en Dublinesca. Tiene algo de parodia o de divertimento relacionado con las famosas Seis propuestas para el próximo Milenio, de Italo Calvino. En mi texto, las propuestas son cinco: 1) La “intertextualidad” (escrita así, entrecomillada). 2) Las conexiones con la alta poesía. 3) La escritura vista como un reloj que avanza. 4) La victoria del estilo sobre la trama. 5) La conciencia de un paisaje moral ruinoso. No sé si viene a cuento, pero no puedo dejar de comunicarte que hace un momento acabo de terminar un librito de Nina Berberova sobre Nabokov y en él la escritora rusa, a propósito del siglo XX, cita los cuatro elementos, “condición sine qua non de una literatura nueva” (conozco muchos escritores españoles que aún no han oído hablar nunca de ninguno de estos elementos): 1) la intuición de un mundo disociado, 2) la apertura de las compuertas del subconsciente, 3) el flujo ininterrumpido de la conciencia, 4) la nueva poética surgida del simbolismo. Alguno de estos elementos, dice Berberova, pueden hallarse en obras del siglo XVIII o XIX, pero sin desarrollarse. Es el caso evidente, por ejemplo, del Tristram Shandy de Sterne, donde hay ya tentativas –pero sólo eso, tentativas- de reflejar el flujo ininterrumpido de la conciencia.
En el inicio de Perder teorías sobresale tu referencia a Julio Ramón Ribeyro.
La anécdota real de Julio Ramón Ribeyro –su viaje fantasmal a una ciudad del sur de Francia (no estoy seguro de que fuera Burdeos, quizás fuera Toulouse) para dar una conferencia que nunca dio, ya que allí nunca se encontró con nadie- está en el origen de Perder teorías. Ribeyro contó ese viaje absurdo en un artículo que sin duda leí –hará más de quince años-, pero que no he sabido encontrar ahora, tal vez porque estaba en una revista mexicana que perdí. El caso es que aquel viaje fantasma de Ribeyro se me quedó grabado, me pareció un modelo perfecto para una narración autobiográfica sobre el absurdo. Además, me pareció que se acoplaba a la idea que me había ido haciendo de cómo era mi paso por el mundo. Por otra parte, me recordó ese artículo de Ribeyro al cuento de Julien Gracq que el belga Delvaux pasó al cine con el título de Rendez-vous a Bray. Ni que decir tiene que llegar a Lyon y ver que me empezaba a ocurrir algo parecido a lo que ya le había pasado a Ribeyro me excitó bastante. Como si aquella –casi me hace reír- fuera la gran aventura de mi vida. Por motivos que se me escapan, me siento muy bien siempre que tengo la oportunidad de sentirme un solitario en una ciudad extranjera.
El libro es, en mi opinión, un mapa cifrado de tu poética. En este sentido, no percibo una intención de dictar cátedra de qué es lo que debería ser la práctica de la escritura.
No quiero imponer mi teoría a nadie. Entre otras cosas, porque cada novela mía construye su propia teoría y en un cierto sentido la destruye. A cada nuevo libro, una teoría nueva. Detesto a los críticos, y ya no digamos a los escritores, que adoptan actitudes dogmáticas, que quieren casi dictar lo que hay que hacer.
No sé si te lo han preguntado, pero ¿no te han dicho que Perder teorías es una novela, o sino un ensayo disfrazado como tal?
No, no me lo han dicho. Un crítico español dijo que parecía extranjero. Y eso en el fondo es bien verdad. Mi obra está escrita en un clima extranjero, “de vivir en un lugar que no es nuestro”, de exilio perpetuo, escrita con un profundo sentido de destierro, como si todo estuviera relacionado en el fondo con lo que dice Wallace Stevens en Notes Toward a Supreme Fiction: “De aquí surge el poema: de vivir en un lugar / Que no es nuestro y, más aún, que no es nosotros / Y es duro a pesar de los días señoriales.”
Y ya que estamos hablando de pura literatura, hace poco se otorgó el Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa… ¿Alguna novela suya que te guste de manera especial?
Como a tantos lectores de la época, me deslumbraron los primeros libros. Yo empecé con Los cachorros, donde me llamó mucho la atención –a mis 17 años- la técnica narrativa empleada. Conversación en la Catedral tiene mucho de obra maestra… La ciudad y los perros es muy impresionante, un libro especialmente bueno… Luego, a través del tiempo, no perdió nunca ritmo su obra, algo siempre tan difícil de conseguir. La fiesta del chivo es otra obra maestra. Cuando me dijeron que había ganado el Nobel, me quedé sorprendido, porque creía que hacía ya quince años que lo tenía. Van un poco atrasados los suecos. Es el premio Nobel perfecto. Encaja en la idea del hombre que hace una carrera impecable para ser el mejor del mundo. Hacer una “carrera impecable” como si fueras un abogado o un ingeniero concuerda poco con ser un escritor perdido en el camino solitario, tal como entiendo yo a veces que sería la posible trayectoria de un escritor moderno que pudiera parecernos realmente valioso e interesante, pero aún así tengo que reconocer que él es un gran escritor, que ha hecho una carrera impecable, como si no fuera un escritor, sino un abogado, el mejor abogado del mundo. Le reprocho –si es que tengo derecho a reprochar algo- que sea amigo del ex presidente Aznar. Daña a los ojos. Pero ahí está lo más curioso del caso. El Nobel a Cela, a Octavio Paz, lo discutimos en el ámbito hispánico ferozmente, mientras que ha habido unanimidad para Vargas Llosa, apenas se le recrimina algo, si acaso Aznar, Tatcher, cuatro asuntos que, al parecer, no ensombrecen su calidad humana y menos aún la literaria. Todos reconocemos que es el más listo, el más educado, el que mejor habla, el que mejor escribe... Como dice Félix de Azúa, lo asombroso es que no se haya cansado de ese papel, uno de los más duros que te pueda caer en esta vida.
Para los que te leemos en diarios, nos es sabido que eres un gran seguidor del fútbol. Como buen catalán, eres hincha del Barcelona. ¿Recuerdas un momento de plenitud, de esos que nos reconcilian con la vida, que te haya deparado el cuadro azulgrana?
Acostumbrados a perder, que ganemos siempre es un descanso. Recuerdo el 2-6 al Real Madrid de hace dos años. Me enteré del resultado en la Quinta Avenida de Nueva York y comencé a abrazarme a Paul Auster, que no entendió bien por qué tanta alegría, ya que no sabía ni siquiera qué significaban las palabras Real Madrid ni había oído hablar de esa rivalidad futbolística y se excusó diciendo que a él le gustaba el rugby.
Una vez te escuché decir que te habías reunido con el Pep Guardiola. Tú querías hablar de fútbol y él de tus libros.
Había leído algunos libros míos (Lejos de Veracruz y otros y parece que le gustaban mis libros) y quedamos para charlar. Posteriormente le entrevisté largamente para El País. Y otro día fui a la playa de la Barceloneta a cenar con él y con Ramón Besa, amigo suyo, periodista deportivo de El País. Lo pasamos muy bien. Me acompañó a casa en su coche y hablamos de literatura en profundidad. Fue una conversación genial. Había estado de jugador muchas veces en París, pero sin poder ver nada, siempre concentrado con el equipo. Me preguntó cómo era París y logró sorprenderme. Inventé un París para él.
La música está muy presente en tu obra. ¿Escribes o lees escuchando música?
Escribo escuchando música a veces, no es un problema. No necesito el silencio. Sólo a Paula, que muchas veces está en la casa cuando escribo y me interrumpe siempre genialmente, porque de las interrupciones –me ha sacado de golpe de situaciones obsesivas y estériles- han salido después grandes ideas.
Todos tus libros están dedicados a Paula de Parma. Es axiomático que es alguien medular en tu vida y obra. ¿Desde cuándo se conocen?
Desde 1976. Nos conocimos en el llamado Colegio de Filosofía, un lugar de clases no universitarias, de clases nada ortodoxas sobre literatura y filosofía. Cruzamos unas miradas. Desde el primer día empezamos a vivir juntos.
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal