lunes, marzo 21, 2011

Esperando a Paul Auster

En Prodavinci acabo de leer una interesante crónica de Boris Muñoz sobre la presentación de SUNSET PARK de Paul Auster.

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Es una de esas tardes grises de fines de otoño en que a las 5 ya es noche cerrada, una de esas tardes que son el presagio de un invierno demasiado largo y demasiado frío. Paul Auster no llegará en un buen rato, pero el público ya ha comenzado a ocupar los asientos del teatro Brattle, uno de los pocos santuarios del cine de autor que todavía se mantienen en pie y con dignidad por el mundo. Aunque está en las inmediaciones de Harvard Square, rodeado por bancos y tiendas caras, el Brattle no es nada lujoso. La pintura de tonos grises de las paredes está a punto de desconcharse y sus espesas cortinas de terciopelo mustio parecen acumular el polvo de décadas. Pero su atmósfera acogedora y alternativa, con luces tenues que invitan a un cuchicheo bajo, casi en susurros. El fondo musical está a cargo de Lou Reed, lo que calza como anillo al dedo, pues Reed y Auster han trabajado juntos, ambos son bardos de Nueva York, aunque Auster haya nacido en Newark. El público está compuesto sobre todo por lectores fieles y devotos que portan en sus manos no uno sino varios libros de Auster, con la esperanza de que al final de la lectura el autor les estampe su autógrafo. La muchacha al lado mío, tiene una bolsa repleta de sus novelas. Extrae una por una y va abriendo sus páginas para revisitar pasajes que ya han sido subrayados.
Sunset Park acaba de ser publicada y los patrocinantes anuncian que está será la única lectura que Auster ofrecerá en Massachussets. Ya no hay un asiento vacío. Sólo falta el autor. Una chica anuncia que los libros estarán a la venta en el fondo de la sala. Y ahora sí, tras el pesado cortinaje, se asoma Auster. Pero no. Todavía no es su turno. Aparece un viejo amigo para hacer una breve presentación. Lo único memorable que dice es que después de muchos años de amistad, todavía no deja de sorprenderle la capacidad de Auster para absorber conversaciones y vivencias ajenas para luego verterlas en sus ficciones.
Al fin Auster entra en escena. Camisa azul, suéter marrón de cuello en V, jean negro. Sigue siendo un hombre apuesto y emblemáticamente fotogénico: los ojos como dos aceitunas grandes absorben la sala de un solo vistazo, la cara angulosa y las líneas de expresión geométricas, el mentón cuadrado. Tiene 63 años pero frente a cualquier otro hombre de su edad aparenta una decena menos. Sin embargo, hay signos del tiempo más sutiles que comienzan a notarse: la línea del cabello ha retrocedido en profundas entradas y en su cabeza el color gris prevalece sobre el negro, la piel de la cara se ha adelgazado hundiendo los pómulos y afinando los labios, su cuerpo ya no es atlético sino delgado y ligeramente encorvado. Una chica toma una foto con su teléfono y se lo coloca contra el pecho.
Auster se calza sobre la nariz unos lentes de carey redondos –estilizados, pero clásicos– y cuenta muy suscintamente de qué va Sunset Park. A diferencia de sus otras novelas, ésta transcurre en un presente inmediato, entre el otoño de 2008 y la primavera de 2009. Y que como ninguno de sus demás libros, la fue escribiendo al mismo tiempo que se desenvolvían los acontecimientos de la ficción. Sin otro preámbulo, comenzó a leer:
“MILES HELLER. Por casi un año, él ha estado tomando fotografías de cosas abandonadas. Hay al menos dos trabajos al día, a veces hasta seis o siete, y cada vez que él y su grupo entran a otra casa, son confrontados por las cosas, las innumerables cosas abandonadas por las familias que han partido”.
Su voz es gruesa y gangosa, con un siseo leve, pero nítida y con una dicción perfecta. Miles, el protagonista de su libro, está obsesionado con las cosas abandonadas y toma miles de fotografías de ellas sin saber por qué. Lo único claro es que Miles ha hecho todo por escapar de su pasado y que las cosas son abandonadas por una razón precisa: las familias han sido desalojadas de sus casas por no poder pagar las hipotecas. Lo único que permanece son las fotos de las cosas que ha dejado tras de sí el estallido del sueño americano.
Auster va tendiendo breves puentes entre los personajes. El público lo escucha sumido en un silencio expectante, una curiosidad casi urgente. Miles vive en el sur de Florida, pero por razones que el autor no revela en la lectura, ha tenido que huir una vez más refugiándose en Brooklyn, en una casa que ha sido recientemente tomada por un extraño grupo de ocupas. La casa da al superpoblado cementerio de Greenwood, con 600.000 fosas. Allí se reencuentra con Bing Nathan, el excéntrico capitán de los invasores y quien regenta el Hospital de las Cosas Rotas; conoce a Ellen, una artista frustrada que busca la redención, y también a Alice, estudiante del doctorado en literatura en Columbia University, cuya tesis de grado gira alrededor del impacto transformador de la Segunda Guerra Mundial en la sociedad americana. Alice es la intelectual de la partida y el ensayo que escribe sobre la película El mejor año de nuestras vidas (1946), dirigida por William Wyller, es el vaso comunicante a través del cual Auster sugiere que Sunset Park es también un texto sobre una gran crisis de época que terminará por cambiar la vida de todos a los que les ha tocado vivirla.
En este momento, el autor hace una pausa para buscar una página marcada con un papelito. Ha abandonado a los invasores y reanuda su perfecta dicción de locutor para terminar la presentación de su elenco con Morris Heller, editor, y Mary Lee Swann, consagrada actriz, los padres divorciados de Miles. A estas alturas hay ya mucha tela que cortar. Estamos en el punto del “y ahora qué pasará”.
El narrador termina de leer abruptamente, cierra el libro, se quita los anteojos y ofrece quedarse todo el rato que sea necesario para los autógrafos. Paradójicamente, es un final sin final, un anticlímax en el que los destinos de los personajes han quedado sin desenlace suspendidos con tenues hilos en la mente de los asistentes. Pero también es el final de un acto de ilusionismo. Los lectores le han entregado a Auster su incredulidad transformándose en inocentes escuchas y en rehenes del cuento. Para ellos –o para los personajes– no habrá redención a menos que terminen de leer el libro.

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