viernes, marzo 18, 2011

Leamos a Munro

Días atrás terminé de leer un libro de cuentos que no puedo dejar de recomendar. No hacerlo sería no más que una desidia condimentada con mezquindad, un irrefutable ejemplo de carencia de amor por la lectura. Así de simple.
Apúntalo: LAS LUNAS DE JÚPITER, de la escritora canadiense Alice Munro.
Para los interesados, esta publicación la pueden encontrar, de preferencia, en la cadena de librerías Ibero, en donde tienen todos los títulos de la colección Debolsillo Contemporánea (lomo guinda) de Mondadori. Además, querido lector, estimado escritor que de vez en cuando lee, cuesta menos de 40 soles. (Es decir, vale la pena sacrificar, entre otras cosas, las chelas del fin de semana.) Por ello, no tienes justificación para no leer a esta tremenda narradora que no solo te seduce con su prosa, sino de la que también aprendes –con latigazo incluido. Leerla es como presenciar una clase maestra, en la que, de a pocos, y con cariño riguroso, te apropias de los secretos que esconden los respiros y recovecos invisibles del arte de narrar una historia. Claro, puede sonar ingenuo. Lo sé. Sin embargo, en el hecho mismo de narrar con responsabilidad, exigencia y, sobre todo, honestidad creativa una historia verosímil, yace pues la tradición de la gran literatura, así guste o no, por ejemplo, a los que reniegan con atrevimiento (e ignorancia) del realismo.
Como tenía que ser: Munro es una hija bendecida del realismo, con matices.
Munro es de esos letraheridos que saben transmitir, y mucho. Para hacerlo, no basta con escribir de la puta madre. (En realidad, cualquier huevón puede aprender a escribir de la puta madre.) Te hago una pregunta: ¿cuántas veces has quedado con la sensación de que lo que has leído muy bien se pudo hacer con un procesador de texto? En lo personal, innumerables veces… Para transmitir en narrativa no hay que tener el alma chiquita… Esa es la única ley, creo.
Cada uno de los once cuentos de LAS LUNAS DE JÚPITER nos presentan personajes grises, frustrados y dejados a su suerte, pero que a la vez no son ajenos a la única posibilidad de redención existencial, a abrazar la oportunidad de encontrar fugaces e imperecederos momentos de plenitud. Bajo esa partida, la autora hace con ellos lo que le viene en gana, los envuelve, los ilusiona, los enfrenta con sus demonios, los transmuta violentamente en el tiempo; algunos disfrutan de la misma manera que sufren, y a pesar de que la vida no es la que hubieran querido que sea, quedan con la resignada satisfacción de que al menos estuvo en sus manos hacer algo por cambiarlas.
No todos los relatos son maravillosos. Si lo dejo por sentado, quedaría como un demagogo. Como en todo volumen de distancias cortas, hay los que destacan, los que indefectiblemente me acompañarán por muy buen tiempo. Mis preferencias (y complicidad) para “Alga marina roja”, “La temporada del pavo”, “Accidente”, “Cena del día del Trabajo”, “La señora Cross y la señora Kidd” y para el que titula la publicación.
(Por cierto, este post no es una reseña.)

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