Un escritor en el banquillo
Hace un rato dejé un enlace de una entrevista a Alessandro Baricco en Página 2. Por lo que decía el autor, me puse a buscar textos que se hayan escrito sobre su novela Emaús. Los dejo con este de Alejandro Patat, en ADN.
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En Italia, durante los últimos años, ningún autor ha suscitado tantas controversias y ha dado lugar a posiciones tan enfrentadas como Alessandro Baricco (Turín, 1958). De un lado, imputaciones gravísimas: pseudofilósofo, escritorzuelo, tecnócrata de la literatura, calculador que ha reducido todo con fines comerciales a una simple mecánica. Sus tramas, según esos detractores, serían burdas mentiras extraídas de la cultura estadounidense, un insípido atentado contra la tradición. En síntesis: una obra superficial, insignificante. Del otro lado, se alza la defensa de los fanáticos y seguidores: escritor leve pero profundo, que le ha quitado peso y densidad a una literatura asfixiante, a una prosa inactual. Sería, según estos defensores, un hombre de nuestro tiempo, un modernizador, un vanguardista. Una reencarnación del talento y del genio.
Por su parte, hace dos años, Baricco se pronunció en los diarios al respecto. Sostuvo que los críticos (esos ignorantes de turno, esos fracasados aspirantes a escritores, profesorcitos, académicos, periodistas, resentidos de toda especie) no entienden nada, leen la letra, no ven el conjunto. Esa gentuza lo ha sometido al peor de los desprecios: la indiferencia. Concluyó más o menos diciendo que nadie es profeta en su tierra, pero sobre todo que nadie es profeta en Italia. Y no tuvo escrúpulos ni falsa modestia en evocar a Dante, Leopardi o Pasolini. Comparaciones que despertaron más polémicas. Los críticos, esta vez, contestaron con sonrisa sarcástica: el autor ha demostrado que por lo visto lee los medios que detesta y que la atención que el mundo le depara no le es suficiente a su ego desmedido. Qué pena, agregan: el mundo ama el estereotipo italiano, lo bufonesco, lo caricaturesco. No sorprende; Italia siempre despertó risa o una admiración deformante: es una vieja tradición, que empieza con la Comedia del Arte y sigue en los cuadritos de ruinas para el salón de las tías solteras. O comedia o ruina. Que el autor elija, concluyeron, dónde incluirse.
Pero el escritor siguió empecinado en su camino y escribió Emaús , una nueva novela. Las agresiones de la crítica, en los medios, fueron contundentes, escritas con ensañamiento. Está claro que no faltaron aquellos que la celebraron. No era difícil entonces toparse con pilas de la nueva novela de Baricco en las librerías de los centros comerciales.
Emáus es una historia católica, un atributo por cierto nada secundario en Italia. O más bien, la historia de cuatro adolescentes de humilde clase media católica de otros tiempos, en el preciso instante en que sus vidas se cruzan con la de Andrea, una chica de familia rica y poderosa, propensa a todo tipo de vicios y perdiciones, según el punto de vista del narrador. Es obvio que ese encuentro entre Andrea y los chicos, que cantan y tocan en la banda de la iglesia del barrio, conduce a un desenlace irreparable. El título del libro hace alusión al episodio bíblico en que Cristo, resucitado, se presenta ante dos peregrinos con destino a Emaús, y que lo reconocerán demasiado tarde como hijo de Dios. Una alegoría de la ceguera humana, de la incapacidad de ver incluso frente a la luz. Pero el título también alude, sin equívocos, a La cena en Emaús de Caravaggio, a la poética del claroscuro. El riesgo es enorme, subraya con malicia un crítico: que el barroquismo de Caravaggio se convierta en "bariccismo", como ya había sucedido cuando en Homero Ilíada se le ocurrió reescribir el clásico griego.
Escuchadas todas las voces, tanto la acusación como la defensa, se intentará, en la medida de lo posible, ser imparcial. Baricco cree en lo que hace. Es un lector de detalles, y por lo tanto, un escritor de detalles. Se le escapa de las manos, probablemente, el conjunto. Minimalista, dicen algunos; posmoderno, otros. Es ambicioso, demasiado ambicioso, pero también es cierto que cada libro es un desafío real, sincero. Parte de algunos presupuestos que él cree irrenunciables a la hora de escribir y que son su credo.
Primero: la literatura es una construcción lúdica, artefacto capaz de suscitar emociones, de alcanzar la belleza, más allá de lo que ésta signifique. No es fruto de la inspiración, sino un ejercicio, como la gimnasia. En Emaús , el narrador en primera persona es un adulto que alguna vez fue joven. Se trata de explicar cómo la "bijouterie" del drama -cuyo protagonista es ese chico entrañable, presuntuoso y rígido en sus convicciones- pudo transformarse, en contacto con la suprarrealidad extrema de Andrea y su familia, en una tragedia "áurea". Baricco, como siempre, juega con los géneros.
Segundo: las tramas deben narrar ese instante de la vida (que pudo haber durado un minuto o unos años) en que todo cobró sentido -o lo perdió, si la clave es pesimista- para siempre. La novela parece afirmar que en la adolescencia, la prehistoria de la vida, reside la única historia real, fundacional, del individuo: la pérdida de la inocencia. Tierra de confín en la que, como afirma el narrador, se nos impone "intransigente e infinito el instinto de la amistad". El narrador, por su lado, como un arqueólogo, quiere rescatar al menos la pura emoción, que nunca más será emoción pura. Baricco goza de un extraño don: ensayar una especie de diálogo auténtico con el lector, en el que caen todas las inhibiciones y los prejuicios culturales. Conversar, por un momento, olvidando la terrible e insoportable herencia histórica europea. De ahí que esta vez focalice, sin temores, en un puñado de chicos católicos. Brilla por todos los lados, como un faro, la fe, hasta que se apaga, y la consecuencia de esa repentina oscuridad se vuelve definitiva. Signan esas vidas varios sentimientos exacerbados para la edad, vistos en una dimensión casi monstruosa: la culpa, el arrepentimiento, la Pasión con mayúscula, el martirio. La metáfora conductora del libro es la del pasaje bíblico: caminar. Se camina mucho en esta novela. Para evitar todo equívoco, Baricco construye una visión antidogmática de la vida cristiana. Los curas son personajes negativos en la historia: si no son perversos, son mezquinos. Una concesión quizá demasiado forzada del autor ante cualquier sospecha de religiosidad doctrinaria. Aquí el mundo católico (con toda su desbordante pretensión de ecumenismo) le sirve al autor para explicitar un desquicio, tal como se le aparecen al narrador, hacia el final, las dos imágenes constitutivas de la identidad apostólica romana: la Virgen con el Niño y el Cristo crucificado, ambas captadas en su descomunal belleza incomprensible.
Tercero: el estilo. Limar y limar hasta obtener la forma más ágil, más dinámica y ligera. Quitar las palabras de más, las frases innecesarias, las perífrasis. Usar pocas subordinadas, recurrir a la parataxis y al párrafo breve, al diálogo mínimo. El narrador alterna dos tonos narrativos. Por un lado, hay un relato durativo, en pretérito indefinido, que alude a algo que se identificaba con la esencia de la vida, sin ninguna necesidad de puntualizaciones. Es el tiempo de la interioridad, que se actualiza, regresa. Se presta a la ironía, a una revisión desdramatizadora. La intensidad de la adolescencia se vuelve objeto de nostalgia, despierta autocompasión y, por supuesto, sorpresa ante tanta irreverencia, tanta inútil seriedad. Por el otro, hay un relato puntual, en pretérito perfecto simple o indefinido: las cosas que acaecieron, casi sin razón. Es el tiempo de la historia, lo fáctico, lo que aparentemente cuenta, y que, desde ya, se vuelve siempre menos importante, capricho de la suerte, anécdota. Emaús es el relato de una augusta historia moral, rayana en la locura.
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