Iván, el terrible
En el blog Nosotros matamos menos encuentro un post de José Carlos Yrigoyen sobre un Un sueño fugaz, de Iván Thays.
Aún no leo la publicación. O quizá ya la leí puesto que muchos de sus textos forman parte de La disciplina de la vanidad, novela que en su momento quedó finalista de una edición del Rómulo Gallegos.
En cuanto a la valoración de Yrigoyen sobre toda la obra de Thays, pues estoy de acuerdo, solo en parte.
Sé, vaya que sí, que este post gustará a muchos, y a otros no. Por eso, querido pueblo de Egolandia, hay que leer libros, no personas.
...
Bajo el título de Un sueño fugaz, Iván Thays ha adaptado a una estructura alternativa los cuentos que formaban parte de la novela La disciplina de la vanidad. La relectura de estos textos permite hacer una valoración de lo mejor y lo peor de la obra de este autor, quien casi veinte años después de su interesante Las fotografías de Frances Farmer no ha logrado consolidarse como un escritor de valía, a pesar de las cuatro novelas que ha publicado hasta la fecha y de haber sido favorecido con algunos premios y menciones en concursos internacionales. La revisión de los relatos de Un sueño fugaz puede explicarnos de alguna manera las razones de esta situación.
Mientras leía esta última entrega de Thays (con un penoso esfuerzo que nunca se vio recompensado) divagaba sobre las coincidencias entre su obra y la de Armando Robles Godoy. Perdón: de lo más fallido de la obra de Robles Godoy (esto es, buena parte de Espejismo, casi toda Sonata soledad e Imposible amor). La primera es que al igual que los personajes de esas películas, los de Thays son, a lo largo de todos sus libros, una suerte de zombis, de emisores deshumanizados que se limitan a pronunciar frases supuestamente densas, ingeniosas y poéticas que suenan falsas y hasta ridículas en sus labios (“La polución nocturna es pésima consejera literaria”; “¿Pero qué es lo que pienso yo del amor? Oh, nada, nada, no es la gran cosa”, etc.), vicio que congela toda emoción y vuelve inverosímiles las situaciones que Thays plantea en sus, digamos, historias.
Estos autómatas, además, son arquetipos que viajan de libro en libro con distintos nombres y afeites. Por ejemplo, los escritores que protagonizan los dos últimos libros de Thays son son seres atormentados por la pérdida de un hijo (caso del narrador de Un sueño fugaz y el de Un lugar llamado Oreja de Perro) que aprovechan su dolor para llenarnos de observaciones insustanciales y pedestres, así como de alguna cita literaria que suele ser un pretexto para encubrir una crónica incapacidad de redondear una incursión aunque sea epidérmica por los laberintos de la condición humana.
En todas las novelas de Thays estas reiteraciones, fórmulas y esbozos de algo que pudieron ser historias propiamente dichas intentan ser disimulados por la priorización de un lenguaje elegante, por momentos bastante logrado y que busca otorgarle a sus libros la profundidad que sus triviales argumentos no pueden conceder. Lo que sucede es que las ficciones de Thays padecen del síndrome de Espejismo: al igual que Robles Godoy en esa cinta, Thays exhibe su solvencia narrativa, su apreciable capacidad descriptiva y cierta habilidad para metaforizar las situaciones planteadas, pero sin tener un real motivo para hacerlo. Así todo el mundo narrativo thaysiano termina resultando escenográfico y artificial; si añadimos a estas limitaciones la constante y muchas veces gratuita inclusión de citas y personajes literarios, la impresión final es que no solo estamos frente a un autor que no tiene nada importante que decirnos, sino que al intentar hacerlo cae en una antipática pretensión que anula cualquier sincero acercamiento con el lector.
A eso se reduce, pues, la obra de Iván Thays hasta hoy. Un conglomerado de fantasmas al margen del tiempo y de la vida, una fría dimensión cadavérica producida por las represiones artísticas de su creador. Y en todo eso también hay semejanzas con lo menos importante de la obra de Robles Godoy. Pero la gran diferencia entre ambos, hay que decirlo, es que Thays aun no ha escrito su Muralla verde ni su En la selva no hay estrellas, y nada indica que esté cerca de elaborar la obra consagratoria que hace dos décadas sus lectores esperan de él. (José Carlos Yrigoyen)*
Mientras leía esta última entrega de Thays (con un penoso esfuerzo que nunca se vio recompensado) divagaba sobre las coincidencias entre su obra y la de Armando Robles Godoy. Perdón: de lo más fallido de la obra de Robles Godoy (esto es, buena parte de Espejismo, casi toda Sonata soledad e Imposible amor). La primera es que al igual que los personajes de esas películas, los de Thays son, a lo largo de todos sus libros, una suerte de zombis, de emisores deshumanizados que se limitan a pronunciar frases supuestamente densas, ingeniosas y poéticas que suenan falsas y hasta ridículas en sus labios (“La polución nocturna es pésima consejera literaria”; “¿Pero qué es lo que pienso yo del amor? Oh, nada, nada, no es la gran cosa”, etc.), vicio que congela toda emoción y vuelve inverosímiles las situaciones que Thays plantea en sus, digamos, historias.
Estos autómatas, además, son arquetipos que viajan de libro en libro con distintos nombres y afeites. Por ejemplo, los escritores que protagonizan los dos últimos libros de Thays son son seres atormentados por la pérdida de un hijo (caso del narrador de Un sueño fugaz y el de Un lugar llamado Oreja de Perro) que aprovechan su dolor para llenarnos de observaciones insustanciales y pedestres, así como de alguna cita literaria que suele ser un pretexto para encubrir una crónica incapacidad de redondear una incursión aunque sea epidérmica por los laberintos de la condición humana.
En todas las novelas de Thays estas reiteraciones, fórmulas y esbozos de algo que pudieron ser historias propiamente dichas intentan ser disimulados por la priorización de un lenguaje elegante, por momentos bastante logrado y que busca otorgarle a sus libros la profundidad que sus triviales argumentos no pueden conceder. Lo que sucede es que las ficciones de Thays padecen del síndrome de Espejismo: al igual que Robles Godoy en esa cinta, Thays exhibe su solvencia narrativa, su apreciable capacidad descriptiva y cierta habilidad para metaforizar las situaciones planteadas, pero sin tener un real motivo para hacerlo. Así todo el mundo narrativo thaysiano termina resultando escenográfico y artificial; si añadimos a estas limitaciones la constante y muchas veces gratuita inclusión de citas y personajes literarios, la impresión final es que no solo estamos frente a un autor que no tiene nada importante que decirnos, sino que al intentar hacerlo cae en una antipática pretensión que anula cualquier sincero acercamiento con el lector.
A eso se reduce, pues, la obra de Iván Thays hasta hoy. Un conglomerado de fantasmas al margen del tiempo y de la vida, una fría dimensión cadavérica producida por las represiones artísticas de su creador. Y en todo eso también hay semejanzas con lo menos importante de la obra de Robles Godoy. Pero la gran diferencia entre ambos, hay que decirlo, es que Thays aun no ha escrito su Muralla verde ni su En la selva no hay estrellas, y nada indica que esté cerca de elaborar la obra consagratoria que hace dos décadas sus lectores esperan de él. (José Carlos Yrigoyen)*
*Esto fue escrito después de leer el comentario de Emilio Bustamante sobre la obra de Armando Robles Godoy, incluido en un diccionario de directores peruanos publicado en el segundo número de la revista La gran ilusión.
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal