martes, enero 06, 2015

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Si me preguntan sobre la década noventera, si me preguntan qué es lo que más recuerdo de ella, debo decir que la música que escuchaba y las bandas que descubrí. 
Para otras personas los lazos noventeros serían distintos. Por ejemplo, el caso de un buen amigo mío, un reconocido escritor local y referente de la opinión virtual, que asocia su adolescencia con los colegios en que estudió, colegios que tienen una particularidad: los colegios de su adolescencia están ubicados en San Borja. 
Antes de que las obligaciones y responsabilidades nos cayeren de porrazo, solíamos encontrarnos en la puerta de la Biblioteca Nacional del Perú, en la sede de San Borja. Mi pata me esperó más de una vez, hasta esa época tenía la mala costumbre de no ser puntual, pese a que vivo a menos de cinco minutos de distancia de la BNP, pero su molestia se disipaba al momento de enseñarle la superficie de la bolsita que contenía la maravilla verde (en esa época todavía no probábamos el Golden Acapulco). 
Caminábamos por San Borja, por los parques en los que se ubicaban sus colegios. En el trayecto, pasábamos por la casa del crítico Ricardo González Vigil y nos preguntábamos cuantas estancias de la misma estarían atiborradas de libros. No era una pregunta superficial, teniendo en cuenta que en RGV descansaba la memoria de la historia literaria peruana, al menos de los últimos treinta años. Impresión reforzada por sus recuentos, que más parecían catastros, catastros que no deberíamos tener en menos, porque esos recuentos, que vienen desde los setentas nos ofrecían los senderos para llegar a los narradores y poetas que descubríamos en la hemeroteca y salas de lectura de la BNP. 
Nuestra ruta la hacíamos entre las once de la mañana y las dos de la tarde. Hacíamos la ruta fumando maravilla verde, sazonados para el asombro, en especial para mi pata, que se quedaba mirando los colegios en los que estudió. Su postura estática, de piedra, ahora que la recuerdo, era el testimonio de una revelación que se resistía a desaparecerla. Esto no fue hace mucho, bueno, para decir que fue hace mucho tendría que hablar de diez años, pero ahora entiendo esa postura, que ni mi pata la entendía y que sin darse cuenta cuidaba más que yo. 
Las caminatas eran largas y extenuantes, y las terminábamos en el café La Rocca. En cierta ocasión le pregunté por esa fijación que tenía con los colegios en donde estudió. Antes de responder, le dio un segundo bocado a su pan con chicharrón (les hablo de algo que no he visto antes: mi pata tiene la capacidad de acabar un pan con chicharrón gigante en solo tres bocados), y me dijo que no tenía la más mínima idea. Esa fijación no tenía que ver con hechos felices, sino con aquellos que lo zarandearon como persona y que tiempo después lo perfilaron como escritor. 
Me pongo a pensar en estas caminatas e intento buscar alguna referencia bibliográfica que me ayude a entender su fijación por los colegios, como también el hecho de paralizarme cuando escucho algunas canciones de rock noventero que me hacen mierda. La respuesta la encuentro en las páginas de La piel de un escritor de Alonso Cueto. Más claro, no se puede ser. Lo interpreto de esta manera: hay que atesorar lo que nos duele, lo que fastidia, aquello que no queremos pensar pero que está presente como una cuña. Es el dolor de la memoria lo que nos lleva a escribir. Si te sanas de esos dolores, lo que escribas será falso, plástico.

1 Comentarios:

Blogger Micky Bane dijo...

Manya, no sabía que vivías a cinco minutos de la BNP. De haberlo sabido, te hubiera preguntado si era factible entregarte mi libro allí, porque yo también vivo más o menos cerca de allí.

Saludos.

10:14 a.m.  

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