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Hace más de una semana mi madre se fue de viaje con una prima suya que vino de Nevada. Juntas se han ido a recorrer varios pueblos del interior del país. Se supone que iba a estar en casa de regreso el domingo en la noche, pero una tía me dice que la están pasando bien, porque el servicio que les ofrece la camioneta que contrataron las lleva a los lugares en donde solían jugar de niñas. Imagino que mi madre debe estar haciendo un envidiable ejercicio de memoria emocional, además, necesitaba desconectarse de casa, de todo aquello que la recordaba a su mamá, de las cosas que aún no se atreve a alterar. Es que mi abuelita es una presencia aún más fuerte en ausencia, en especial cuando se imponen los inevitables silencios. 

Mientras tanto, mi padre y yo nos hemos quedado en casa, poniendo en orden lo que supuestamente tiene que estar en orden. Él extrañando a su mujer y yo a mi madre. 

No son días fáciles. Nos las arreglamos ni bien empieza el día, enfrentando a nuestro amigo/enemigo en común: Silvestre, que se pone insoportable, llegando a casa con ganas de reponer energías luego de haber preñado a cuanta gata haya en toda la urbanización. 

Una de las cosas que le vengo reprochando a mi madre es no haberme enseñado a cocinar. Aunque ella me ha dicho que al volver lo hará, puesto que le preocupa que a la edad que tengo no sepa cocinar de verdad. Entonces, mi padre se ha puesto a cocinar. Cuando mi padre cocina sí puede llegar a traumar a los comensales. Por ejemplo, mi hermano menor, José Carlos, ya no ha vuelto a comer tallarines ni bien probó los de mi papá, hace más de veinte años. Felizmente, yo he sido paciente, y he podido encontrar el gusto a sus comidas, como las lentejitas con carne, convirtiéndose en todo un experto. Aunque claro, para llegar a esa excelencia culinaria con las lentejitas con carne, mi padre tuvo que ensayar conmigo y por eso le doy las gracias.