cartas de amor
Un artículo de la escritora chilena
Paulina Flores, en Babelia, obliga a que me pregunte cuándo fue la última vez
que escribí una carta. En estos años de velocidades mediáticas e información instantánea,
la escritura de cartas se ha convertido en una excentricidad, sin embargo, aún
quedamos los que escribimos a mano, quizá por la nostalgia que supone la
práctica o por el placer que produce el seseo de las palabras.
Pero recordar la última vez que escribí
una carta no tiene mucho sentido. En cambio sí la primera, que me transporta a
mis años de aprendizaje vital.
En 1994 era un escolar que en las noches
estudiaba inglés en el ICPNA del Centro Histórico. Lo hice en mis tres últimos
años de colegio y esta es una etapa que recuerdo y atesoro. Prácticamente, en
todas las clases resulté siendo el más joven. Nadie sabía que asistía al
colegio. Y no pocos compañeros y compañeras de aula, que trabajaban o
estudiaban en academias o universidades, me alucinaban a lo mucho de 21 años de
edad. No los culpo, dejé de crecer a los 14 y desde entonces no paso del metro
85.
Con esta gente conocí el mundo, la
aceleración vital, cosa que agradezco porque me curó a futuro de la impresión
primeriza y del alcoholismo como síntomas de felicidad. Pero me dejó un vicio,
placentero: el tabaco. Las noches de los viernes eran las metáforas del exceso
y me entregaba a ellas con toda la disposición del mundo. Pero bien lo señaló
el sabio Miguel Gutiérrez: los excesos deben parar a tiempo.
Como era un pata que escondía su
escolaridad en el ICPNA, vivía solo de propinas. Por un tiempo pensé cómo ganar
algo de dinero y así pagarme ciertos gustos. También pensaba en que tenía que
trabajar en algo que me gustara, de lo contrario me iba a la mierda.
Entonces, cierta noche que salía de
clases, apurado por llegar a casa porque tenía hambre, un pata de estatura
mediana, rostro quemado por el sol y que usaba una extraordinaria casaca de
cuero, me cortó el paso. Me preguntó si le podía hacer un gran favor. Yo creí
que era un ladrón, pero cuando me dijo que me podía decir su requerimiento en
donde estábamos, en plena Emancipación, no me quedó otra que escucharlo.
El pata era un marino mercante y por su
contextura deduje que desempeñaba labores de carga. Sin embargo, su favor no
era tal, más bien un trabajo: debía traducirle una carta del castellano al
inglés a su novia que vivía en una isla, en una colonia británica del mar
africano. Me entregó su carta, fotocopiada. Quedamos en vernos al día
siguiente, en el mismo lugar, para entregarle la carta traducida.
Una vez en casa traduje la carta en
quince minutos.
Cuando se la entregué, no supe cuánto
cobrarle, pero antes de decirle la cantidad que entonces te justificaban los
pasajes, sánguches, gaseosas y cajetillas de la semana, vi su rostro encendido
de alegría. Me pagó una millonada… para un adolescente noventero de dieciséis
años: 40 soles.
A partir de entonces, el marino mercante
aparecía, cada quince días, con otro colega, ambos con el mismo requerimiento:
traducir una carta del castellano al inglés, obviamente, para una novia lejana.
Y este otro marino mercante trajo a otro, al punto que a veces me buscaban en
grupo. Solo una vez intentaron que les haga un precio especial por ser grupo.
Pero esa intención no prosperó, porque les hice saber sobre la importancia
emocional que significaba una carta de amor.
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