El juego de Imma Turbau
Fin de semana largo signado por buena música, tronchitos cumpleañeros, extraordinarias películas y lecturas provechosas. Entre estas últimas me topé, después de varios meses, con la novela EL JUEGO DEL AHORCADO de la española Imma Turbau (Girona, 1974).
Si la memoria no me falla, como que la novela ha pasado relativamente desapercibida en cuanto a reseñas, cosa que me parece de suma injusticia porque se trata de uno de los mejores libros que Estruendomudo (en co edición con El Centro Cultural de España) ha editado desde su fundación. (En realidad esta es una publicación que tiene el consentimiento de Random House Mondadori (EJDA vio la luz en el 2005), lo cual es una muestra tajante de que cuando hay voluntad puede llevarse a buen puerto la realización de proyectos que parecen difíciles en teoría.)
Pasemos a la novela.
Sandra, de veintisiete años, quien vive en el extranjero a dos mil kilómetros de la ciudad española de Gerona, recibe la llamada de su madre que le comunica una noticia que la remece: David, su amigo de infancia y adolescencia, y primer enamorado, se ha suicidado. La noticia es la comidilla del barrio, todos se preguntan qué es lo que motivó que se ahorque, ni siquiera hay una nota que dé pistas de ello. Sin embargo, Sandra conoce la razón que a lo largo de más de trece años ha ido olvidando sin olvidar.
El suicidio de David es entonces el punto con el que Sandra realiza el recuento de su inocente y a la vez enfermiza relación que llevaron de niños, la cual trocó en las comprensibles cualidades hormonales en la adolescencia. David es un pata violento con los demás, pero tierno con ella, muchos se preguntan qué es lo que ella, una chica de su casa, puede ver en un tipo que no deja de pelearse con medio mundo, que es muy inferior tanto intelectual como culturalmente.
Besos, caricias y manoseos tibios en pos del tan deseado, especialmente por David, encuentro sexual, el cual adquiere fuerza ni bien Sandra es violada por un drogadicto mientras caminaba cerca del viejo y abandonado hospital de la ciudad. Todo indica que lo sucedido será traumático en la pareja de adolescentes, pero Sandra no lo asume como algo determinante, en cambio David sí. Y son las líneas referidas a dicha experiencia en las que Turbau hace gala de un melifluo desparpajo de conceptos canalizados por un sublime espíritu degradado, como cuando su protagonista se despacha contra un imbécil y miserable clérigo, el Padre Miguélez, profesor de religión, que a cuatro días de la violación se manda precisamente con una clase sobre el sexo no consentido y forzado, en la que, entre otras cosas, destila la idea de que muchas de las violaciones tienen como principal responsable a las mujeres, las que deben cargar con dos opciones: o se vuelven lesbianas o se aferran a la ninfomanía.
Con la violación, Sandra asienta más su mundo interior, consagrado a la lectura, el cine, la música y a la independencia (en no pocos pasajes ella nos susurra sus salidas paralelas con otros patas, con la complicidad de sus amigas para que el violento enamorado no se entere). Una buena muestra:
Un año y medio después me pareció que habían pasado siglos, y que la que era yo antes no tenía nada que ver conmigo en ese momento. Escuchaba a Dead can dance, Public Enemy, The Smiths, Clash, Pixies, The Doors, The Communards, Spandau Ballet, Los Secretos. Idolotraba a Alaska desde la más tierna infancia gracias a La Bola de Cristal, tenía a Boy George en un altar y al lado a Carlos Berlanga y Santiago Auserón, todos ellos bajo la paternal mirada de David Bowie que en mi olimpo particular jugaba a los bolos con Lou Reed y, paradojas de la vida, Barbara Streisand. Descubría a Visconti y Fellini, pero mis películas favoritas eran Jenny y Carta a una desconocida, que había visto cuando era bastante pequeña. Los libros eran tantos… Me estaba haciendo mi mundo, un mundo ajeno a la que fui y ajeno a David, aunque no lo supiera aún…
En EJDA no se indaga en el por qué del suicidio de David, sino en el cómo de ese por qué. Y en ese cómo yace la riqueza de la novela, porque hablar del suicida es también hacerlo de Sandra, personaje tremendamente contradictorio que en más de una ocasión parece estar tomándonos el pelo, el cual adquiere innumerables colores que fluctúan entre la ya señalada degradación y la redención, en claro ejemplo de que la única manera de librarse del recuerdo del enamorado de la adolescencia es confrontar lo que por años ha olvidado sin olvidar. Sin embargo, la novela sufre de un desenlace muy apurado, en el que era preferible uno abierto, como que la confirmación de lo implícito queda demás.
Imma Turbau me deja lo que siempre busco en cualquier libro de ficción: nervio y sensibilidad, bases insoslayables de la violencia interna que toda novela de este corte debe tener sí o sí.
EJDA, sumamente recomendable.
Imagen, EL JUEGO DEL AHORCADO
Si la memoria no me falla, como que la novela ha pasado relativamente desapercibida en cuanto a reseñas, cosa que me parece de suma injusticia porque se trata de uno de los mejores libros que Estruendomudo (en co edición con El Centro Cultural de España) ha editado desde su fundación. (En realidad esta es una publicación que tiene el consentimiento de Random House Mondadori (EJDA vio la luz en el 2005), lo cual es una muestra tajante de que cuando hay voluntad puede llevarse a buen puerto la realización de proyectos que parecen difíciles en teoría.)
Pasemos a la novela.
Sandra, de veintisiete años, quien vive en el extranjero a dos mil kilómetros de la ciudad española de Gerona, recibe la llamada de su madre que le comunica una noticia que la remece: David, su amigo de infancia y adolescencia, y primer enamorado, se ha suicidado. La noticia es la comidilla del barrio, todos se preguntan qué es lo que motivó que se ahorque, ni siquiera hay una nota que dé pistas de ello. Sin embargo, Sandra conoce la razón que a lo largo de más de trece años ha ido olvidando sin olvidar.
El suicidio de David es entonces el punto con el que Sandra realiza el recuento de su inocente y a la vez enfermiza relación que llevaron de niños, la cual trocó en las comprensibles cualidades hormonales en la adolescencia. David es un pata violento con los demás, pero tierno con ella, muchos se preguntan qué es lo que ella, una chica de su casa, puede ver en un tipo que no deja de pelearse con medio mundo, que es muy inferior tanto intelectual como culturalmente.
Besos, caricias y manoseos tibios en pos del tan deseado, especialmente por David, encuentro sexual, el cual adquiere fuerza ni bien Sandra es violada por un drogadicto mientras caminaba cerca del viejo y abandonado hospital de la ciudad. Todo indica que lo sucedido será traumático en la pareja de adolescentes, pero Sandra no lo asume como algo determinante, en cambio David sí. Y son las líneas referidas a dicha experiencia en las que Turbau hace gala de un melifluo desparpajo de conceptos canalizados por un sublime espíritu degradado, como cuando su protagonista se despacha contra un imbécil y miserable clérigo, el Padre Miguélez, profesor de religión, que a cuatro días de la violación se manda precisamente con una clase sobre el sexo no consentido y forzado, en la que, entre otras cosas, destila la idea de que muchas de las violaciones tienen como principal responsable a las mujeres, las que deben cargar con dos opciones: o se vuelven lesbianas o se aferran a la ninfomanía.
Con la violación, Sandra asienta más su mundo interior, consagrado a la lectura, el cine, la música y a la independencia (en no pocos pasajes ella nos susurra sus salidas paralelas con otros patas, con la complicidad de sus amigas para que el violento enamorado no se entere). Una buena muestra:
Un año y medio después me pareció que habían pasado siglos, y que la que era yo antes no tenía nada que ver conmigo en ese momento. Escuchaba a Dead can dance, Public Enemy, The Smiths, Clash, Pixies, The Doors, The Communards, Spandau Ballet, Los Secretos. Idolotraba a Alaska desde la más tierna infancia gracias a La Bola de Cristal, tenía a Boy George en un altar y al lado a Carlos Berlanga y Santiago Auserón, todos ellos bajo la paternal mirada de David Bowie que en mi olimpo particular jugaba a los bolos con Lou Reed y, paradojas de la vida, Barbara Streisand. Descubría a Visconti y Fellini, pero mis películas favoritas eran Jenny y Carta a una desconocida, que había visto cuando era bastante pequeña. Los libros eran tantos… Me estaba haciendo mi mundo, un mundo ajeno a la que fui y ajeno a David, aunque no lo supiera aún…
En EJDA no se indaga en el por qué del suicidio de David, sino en el cómo de ese por qué. Y en ese cómo yace la riqueza de la novela, porque hablar del suicida es también hacerlo de Sandra, personaje tremendamente contradictorio que en más de una ocasión parece estar tomándonos el pelo, el cual adquiere innumerables colores que fluctúan entre la ya señalada degradación y la redención, en claro ejemplo de que la única manera de librarse del recuerdo del enamorado de la adolescencia es confrontar lo que por años ha olvidado sin olvidar. Sin embargo, la novela sufre de un desenlace muy apurado, en el que era preferible uno abierto, como que la confirmación de lo implícito queda demás.
Imma Turbau me deja lo que siempre busco en cualquier libro de ficción: nervio y sensibilidad, bases insoslayables de la violencia interna que toda novela de este corte debe tener sí o sí.
EJDA, sumamente recomendable.
Imagen, EL JUEGO DEL AHORCADO
3 Comentarios:
No deberías hacerle propaganda a la editorial de la competencia. Recapacita Ruiz Ortega
no le hago propaganda a nadie, idiota.
haya paz haya paz. don rodrivo, relator, que la calma no se pierda, que si seguis discutiendo os vais a ir a la mier...
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