Entrevista: Gustavo Faverón Patriau
(Entrevista publicada en Proyecto Patrimonio. Letras.s5.com)
“El anticuario es un relato acerca de la capacidad de una sociedad de reconocerse a sí misma”
Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966) es escritor y crítico literario. Su blog Puente Aéreo es uno de los más leídos de Hispanoamérica. Es autor de los libros de teoría Rebeldes (2005) y Contra la alegoría (2011). Ha editado la antología de cuentos de la violencia política peruana Toda la sangre (2005) y, con Edmundo Paz Soldán, el conjunto de ensayos críticos Bolaño salvaje (2008). En esta entrevista conversamos sobre su primera novela, la notable El anticuario (Peisa, 2010).
Desde sus primeras páginas me quedó claro que el tiempo ha sido el mejor asesor para El anticuario. Es patente la madurez en la narración.
La madurez es un asunto relativo. El anticuario es mi primera novela y por ello, aunque agradezco la opinión de los demás, a mí me resulta difícil verla como una obra madura. Porque es mi paso inicial y para mí su escritura ha sido un laboratorio. Cada página, cada episodio y cada capítulo han presentado problemas que tuve que resolver de maneras creativas y peculiares. En ciertos oficios, la madurez consiste en saber cómo resolver situaciones distintas de maneras simples que puedan reducirse a fórmulas. En las artes, en cambio, la madurez consiste en hallar soluciones nuevas y diferentes para cada circunstancia, escapando de lo formulaico. Un poco de inmadurez (una inclinación constante hacia lo distinto y lo inusitado) es siempre saludable en la creación literaria y artística: el arte es una forma de adolescencia. Por otro lado, sin embargo, está lo meramente vital: yo no soy alguien que esté haciendo sus primeros intentos; mi experiencia con la literatura es de décadas; he tomado la lectura literaria como una profesión, una vocación, de la cual la escritura se desprende ahora naturalmente.
Entonces, colijo que hay varios proyectos de ficción que has venido trabajando. El anticuario es el primero en publicarse.
El anticuario es la única novela que he terminado, aunque hay otra que comencé a escribir antes y que en estos días pienso retomar. Se trata de un proyecto de mayor aliento, con una historia que se desarrolla en varios periodos distintos y en varios lugares diferentes, desde los años treinta en Europa oriental hasta Boston en el presente, pasando por Lima y los Andes peruanos en los años ochenta y noventa. Por otra parte, hace unos meses terminé un libro de poemas, que pocas personas han leído hasta ahora y que acaso me anime a publicar en el 2011.
Como sabes, el género policial es tan plástico que hoy en día muchas novelas pueden ser catalogadas como policiales. Pero tu novela tiene las características esenciales del policial-enigma.
La novela policial surgió como un vehículo de expresión positivista, un reordenamiento del mundo; era un ejercicio demostrativo que esperaba confirmar que toda oscuridad y todo caos podían ser resueltos de manera racional, que todos los sobresaltos de la razón podían ser derrotados y elididos. Pero pasado ese primer instante, cada vez que la fe absoluta en las soluciones racionalistas volvió a quebrarse, el cascarón de la novela policial sirvió para envolver ideas y cosmovisiones muy diferentes de aquélla, incluyendo, claro está, la noción inversa: que hay zonas de lo misterioso, lo caótico o lo simplemente inefable que pueden sobrevivir a todos los intentos de racionalización. En América Latina, el policial casi siempre ha estado en esa vena (Borges, Pablo Palacio, Quiroga, Ibargüengoitia, García Márquez, Bioy Casares, Abelardo Castillo, Paco Ignacio Taibo II, etc.) y ha brindado la estructura básica para novelas que van mucho más allá de sus linderos originales, como La ciudad y los perros, El túnel, 2666 u otras de escritores como Juan Carlos Onetti, Ricardo Piglia o Fernando del Paso. Mi novela está en ese lado del espectro: tiene elementos del género pero no por un simple interés intelectual en el juego deductivo, sino porque entiendo que la estructura del policial es una forma vigorosa de iluminar los límites de lo que puede ser dicho y resuelto sin asomo de duda y, por tanto, de alumbrar también la frontera inicial de aquello que es más gris, menos meridiano, más inasible.
Mientras la leía pensaba en las novelas de la colección El séptimo círculo, dirigida por Borges y Bioy Casares.
Borges, por la atención, la intuición, la apertura reflexiva y el espíritu experimental con que leía a los autores policiales anglosajones, sobre todo a Chesterton, es de los primeros dentro del contexto latinoamericano en reconocer las posibilidades significativas del género. Y esa colección marcó buena parte de las nuevas rutas de la tradición policial en la región, sobre todo en el Cono Sur, donde venía siendo cultivada la forma positivista del policial, desde el siglo anterior, desde Eduardo Ladislao Holmberg.
Mucho se ha hablado en estos años de la literatura vitalista y la metaliteraria. Una lectura superficial podría ubicar a esta novela en la parcela metaliteraria. Sin embargo, El anticuario no está ni en una ni otra.
Si llamas “metaliteraria” a una ficción que establece un diálogo directo con otras, y llamas “vitalista” a una que se zambulle en la experiencia personal, El anticuario es necesariamente ambas cosas. Eso no la hace especial: se puede decir otro tanto de una enormidad de obras literarias, virtualmente acerca de todas. A principios del 2006 escribí un pequeño texto titulado “Bolaño y los nuevos: metaliterarios y vitalistas”, en el que introduje la contraposición de esos dos términos solamente para mostrar que era absolutamente artificial y ciega. De hecho, unos meses después escribí otro titulado “Metalistas y vitaliterarios”, reafirmando que la diferenciación era inútil. No hay un escritor (que valga la pena) que no escriba posicionándose en relación con tradiciones, historias e influencias, comentando lo ajeno, apropiándose de ello o reformulándolo, no importa si lo hace con mucha o poca consciencia del proceso. Tampoco puede haber un escritor que escriba fuera de la esfera de la experiencia o sin tomar algo de ella, porque simplemente no hay acto humano que ocurra más allá de ese horizonte o que se elabore con elementos ajenos a él. ¿Cómo ser, entonces, “metaliterario” sin ser “vitalista”, o viceversa? El ejemplo de Bolaño lo usé, justamente, para mostrar que incluso en el caso del más leído, estudiado y reconocido de los escritores latinoamericanos últimos, el impulso a la narración autorreflexiva y biográfica es inseparable del impulso a la creación intertextual y metarreferencial. Y fíjate que incluso si aceptáramos la pertinencia de los dos términos, ¿qué novela escrita en español en las últimas décadas sería más vital y más metaliteraria que Los detectives salvajes? Esa es, también, la novela más influyente de estas décadas, como si fuera adrede una reafirmación de que la frontera es artificial. De modo similar, El anticuario está hecho de ambas cosas; no porque eso sea una demostración de gran ambición o de gran talento, sino porque es prácticamente inevitable.
La novela aborda varios registros, es compleja. Bueno, así podría verse en teoría, pero en la práctica, es decir en la experiencia lectora, fluye y en ello ha contribuido el estilo, prácticamente funcional.
El estilo debe ser siempre funcional, por definición. Cuando decimos que un texto literario carece de estilo o que es estilísticamente defectuoso, lo que en verdad estamos diciendo es que su lenguaje no es funcional a la narración. En cuanto a lo de recurrir a registros distintos y que la lectura, sin embargo, resulte fluida: yo creo que esa es la meta de la versatilidad estilística. Imagina que estás construyendo una carretera que debe ir de una ciudad a otra, pasando por desiertos, montañas, una selva, un valle, cruzando un río, vadeando un promontorio, bajando por algún túnel. Esperas que quien recorra la carretera avance por ella y tenga en cierta forma la impresión de que el camino le ha sido relativamente amable y horizontal. Sabes que debajo de esa carretera, sin embargo, tú, como constructor, has debido recurrir a mil técnicas distintas, cada una más compleja que la otra, para lograr esa impresión final. No digo, claro, que el escritor esté allí para hacerle las cosas fáciles al lector, pero ciertamente no está para complicarlas de manera innecesaria, más aun si el viaje que ha elegido es complejo ya en sí mismo. Y por otra parte, el estilo, o el registro, es temáticamente e ideológicamente crucial, es decir, es parte de la idea, es parte inalienable de aquello que el texto comunica: en ese sentido, si me permites la observación, una de las cosas más interesantes para mí al escribir El anticuario fue el ejercicio de adecuar cada pasaje de la narración a una cierta forma de narrar genérica o tradicionalmente reconocible: adoptar el tono del policial, del thriller, del horror sicológico, del cuento gótico, etc., en la medida en que la narración fuera ingresando en los terrenos que un lector asocia con esas formas de escritura. No por un efectismo formal ni por el solo afán de desplegar una serie de recursos técnicos, sino porque quiero que el universo y los referentes de esos géneros pasen a engrosar los sentidos de la novela, para abrirlos y multiplicarlos.
Uno de los temas recurrentes, que impregna cada página de El anticuario, es el del mal. Por momentos sentía que estaba ante una radiografía de la esencia de la condición humana. Y no te niego que noté lazos patentes con Desgracia de Coetzee.
Comienzo por lo último: Desgracia es una de las pocas novelas mayores de Coetzee que no he leído. Lo haré pronto. Una encuesta entre escritores, en The Guardian, la eligió como la mejor novela de lengua inglesa del periodo 1980-2005, así que no debo seguir pasando de ella, menos aun con el interés adicional que me ocasiona tu comentario. Respecto a la otra parte de tu pregunta: el tema del mal sí es uno de los ejes de El anticuario. No soy muy adepto a usar frases como “la condición humana”, porque son demasiado grandes y no entiendo bien a qué quieren aludir.
Yo la entiendo como un acercamiento a lo que somos, sin adornos, con nuestras virtudes, miserias e incoherencias…
Yo preferiría ponerlo de esta otra manera: estoy casi convencido de que hay unas ciertas formas del mal que son producto de las sociedades modernas y contemporáneas en general; hay unas ciertas formas de barbarie que son criaturas de la civilización. Esa barbarie es la forma particular del mal que habita en El anticuario: la violencia individual indistinguible de la violencia social; la violencia misógina, la violencia racial, la violencia de toda segregación, la mano invisible de la dominación y la marginación. Pero, acerca de esos temas, yo no sé algo que no puedan saber otras personas, ni quiero exponer mi intuición ni mucho menos usar la anécdota de la novela como un vehículo para transmitirla. La metáfora que usas, que yo he usado alguna vez para referirme a otros libros, “la radiografía” de tal o tal cosa, es siempre engañosa: parece implicar que el novelista ve transparentemente a través de ese cuerpo opaco que es el mundo. Eso no es verdad: la novela puede ser una suerte de radiografía, sí, metafóricamente, pero el novelista, en el mejor de los casos, apenas puede aspirar a ser el radiólogo que opera la maquinaria, sabe o cree saber lo que busca, pero no está muy seguro, y lo que la radiografía muestre lo sorprenderá a él tanto como a cualquier otro que la vea.
Sobre Daniel, el protagonista, podría pensarse que su posible locura no es más que una válvula de escape hacia una realidad paralela, como si él no pudiera entender el mundo si no es por medio de los libros. O sea, podría parecer un tipo sin vida. Pero no es así, es alguien que despliega mucha carga vital. Pienso, por ejemplo, en sus incursiones al centro de la ciudad tras rarezas librescas.
Yo no creo ni siquiera mínimamente en la legitimidad de la contraposición entre vida y libros. Los libros no son objetos fuera del mundo, ni fuera de la vida, ni son ajenos a la experiencia. Los libros, en todo caso, podría alegarse, son espacios de híper-concentración de la experiencia humana. Los libros son para Daniel, como deberían ser para todos, lugares donde buscar explicaciones para la existencia humana, o lugares donde verter intentos de explicación de esa misma existencia: ese, dicho sea de paso, es el ejercicio que llamamos literatura, que sería vacuo e inocuo si no tuviera ese aspecto. De modo que, en mi opinión, hay un error en querer ver lo libresco, a priori, como una forma de escapismo. Y es un error que me resulta peculiarmente sorprendente cuando lo cometen, como suele suceder, escritores y autores de ficción, que, como observas, suelen identificar rápidamente como idénticas esas cosas que son casi siempre contrarias. Nadie que desee huir de la realidad debería sumergirse en los libros: los libros lo meterán en los mayores problemas del mundo de manera casi irremisible. Por eso es acertado e interesante que señales, como uno de los rasgos más vitales del personaje, precisamente, sus obsesivas incursiones por las tiendas de libros de segunda mano. Esas incursiones al centro de la ciudad, a la calle de los libros, en busca de ediciones raras o, simplemente, de nuevos libros que alimenten su experiencia del mundo, son episodios que llegan a la novela desde mi propia vida: la persona que me mostró la real calle de los libros (la antigua avenida Grau), en la que se basa mi invención de la calle que aparece en la novela, fue, en los años ochenta, el amigo mío en cuya memoria se basa mi construcción del personaje de Daniel. Pero Daniel, además, está hecho de mis propios recuerdos, de mi relación con otras personas, de cosas que me han sucedido a mí, a mi esposa, a otros amigos, cosas que yo mismo he vivido y que, irónicamente, parecen conformar el lado más esencialmente libresco de la novela, y, por tanto, el más vital.
Ahora que has mencionado esta calle de venta de libros, es imposible que me pases por alto cómo es que creaste al personaje que llaman Yanaúma, cuyo puesto de venta de libros es una especie de fachada, ya que él se dedica a la venta de cuerpos a empleados de la morgue y estudiantes de medicina.
Hay muchas respuestas. Superficialmente, Yanaúma es el retrato de un viejo librero de la avenida Grau al que le compré muchos libros durante muchos años. El tipo era muy culto, un lector obsesivo, y siempre sabía algo peculiar sobre cada tomo que uno le compraba. Tenía sobre la mesa, frente a su quiosco, una cabecita de mono tallada en una cáscara de coco: de allí viene la calaverita que Yanaúma tiene en el suyo. Pero todo ese lado de la ficción tiene otro origen más crucial. Mi esposa, Carolyn Wolfenzon, antes de que nos conociéramos, y antes de que ella fuera profesora de literatura, cuando era aún practicante de redacción en Caretas, preparó todo un reportaje, en 1998, sobre una mafia de venta de partes de cuerpos humanos, cuya fachada estaba en la feria de libros de la avenida Grau. El editor encargado en Caretas decidió no publicar la nota porque las imágenes eran excesivamente grotescas (decisión absurda, por cierto). Pero llegaron incluso a diagramarla. Yo he visto la página, las fotografías, etc. Años después, cuando empecé a formular la novela, la idea de que en esa calle se fundieran los libros con la muerte de una manera tan icónicamente poderosa me resultó subyugante, y usarla se me hizo necesario.
Estamos también ante una crónica subjetiva de lo que fueron los años de la violencia política. Hay una atmósfera de escalofrío presente en ciertos tramos de la novela, ya que los personajes dan la impresión de estar totalmente idos, entonces, cada quien a su modo desarrolla una violencia interna en su relación con ellos mismos y para con los otros.
Mira, cuando comencé a escribir la novela, mi interés central era echar de mí alguna versión ficcional de algo que había ocurrido en realidad, con un amigo muy querido, hoy muerto, y que me había marcado duramente; quería que la escritura de la novela me ayudara a procesarlo. Luego me di cuenta de que la novela tomaba otras dos direcciones: una, en la que se iba planteando una explicación para la violencia privada de esa historia que me tocó ver de muy cerca; y otra, en la que esa violencia privada se hacía indistinguible de la violencia social del mundo que le sirvió de contexto: los años ochentas y noventas, el Perú, el terrorismo, el terrorismo de estado, etc. Mi impresión, ahora, es que ese proceso sí me dejó algo en claro, aunque sea sólo una pequeña idea y se refiera apenas a mi generación: que la imposibilidad que tuve yo para mantener como cosas separadas la violencia privada y la violencia social es un reflejo de la consecuencia que la década de violencia tuvo en la gente de mi edad: que para nosotros dejó de existir por mucho tiempo la separación entre una esfera pública y una esfera privada; que la violencia social ensucia y mancha y oprime todo, hasta lo más íntimo y lo más personal.
Me pareció acertada la relación que estableces entre los personajes; por ejemplo, entre Daniel y Adela. Daniel la rescata del burdel para llevársela a su casa como empleada doméstica, y a la que llama –usando el nombre de su pareja- Juliana. En este acto presenciamos una suerte de compromiso hacia el otro, porque no es solo el sexo lo que lo une a ella, sino el hecho de hacer suya en la experiencia de la palabra oral el trauma que Adela arrastra, ya que es una desplazada a causa del terrorismo.
Una precisión: Daniel no es capaz de rescatar realmente a Adela (o, como se le llama en ciertos pasajes de la novela, “la segunda Juliana” o “la otra Juliana”). Es verdad que la saca del burdel pero, como dices, lo hace para darle otro espacio simbólicamente opresivo y marginalizador: es una mujer provinciana y desplazada que acaba formando parte del servicio doméstico en una casa de clase alta o media alta: Adela, a lo largo de la novela, sufre la violencia terrorista, la violencia de las fuerzas estatales, la violencia misógina de la sociedad y la violencia étnica y de clase cuando se encuentra interactuando con individuos de otros medios, en la ciudad. Y aun así —es cierto, también—, Daniel es capaz de reconocer una cosa: que sí hay algo que él puede hacer por Adela y por sí mismo, y que ese algo es escuchar lo que ella tiene que decir, servir de receptáculo para los discursos de ella, ser su auditorio, encargarse de que uno de los mecanismos de la integración social a los que ella tiene derecho, que es el mecanismo de la simple comunicación, del testimonio de la propia experiencia, pueda consumarse.
Hay dos interesantes personajes femeninos de reparto. Digamos que Juliana, la esposa de Daniel, es una presencia en ausencia. Pero Sofía, la hermana de Daniel, es pues otra cosa. Creo que perfilar a este personaje te fue difícil, es una suerte de angelito con marcadas tendencias diabólicas.
Yo no pienso en los personajes como protagónicos, unos, y de reparto, otros: espero que no haya personaje alguno que no sea estrictamente necesario; lo que sí puede ocurrir es que en una lectura puramente anecdótica, literal, de la novela, unos personajes sean más cruciales que otros, pero acaso esos otros son imprescindibles en una lectura metafórica o alegórica de la novela. Creo que eso pasa con los personajes femeninos de El anticuario: hay cuatro mujeres importantes en la novela: las dos Julianas, Huk y Sofía, y ellas cuatro son los ejes donde se muestran las variantes más crueles de la violencia social y privada, los cruces de las clases sociales, la mecánica de la segregación de género, la misoginia; también son los personajes que tienen el más sólido peso simbólico. Pero me preguntas en particular por Sofía: es el único personaje que surgió por su propia voluntad, que se impuso a mi decisión y que reclamó varias veces su derecho a volverse importante en la historia. Creció solo. Cada vez que apareció, desapareció y reapareció en el libro, fue asunto suyo, bastante ajeno a mí. Mi única seguridad con ella es que debía ser, en efecto, una suerte de querubín maléfico, o un súcubo, alguien capaz de ser angelical y monstruoso sin transición. Es también el único personaje que está diseñado casi absolutamente como un arquetipo literario: un pequeño diablo de novela gótica que se pasea por la novela quebrando las restricciones genéricas.
Como lector, uno tiene la inevitable tendencia a identificarse con algunos personajes. Por eso quise saber de Sofía, a la que acabas de llamar “querubín maléfico”. Pero también hay otro que me llamó la atención y que vendría a ser medular en el esclarecimiento del desenlace de la novela: Huk. Como sabes, el policial –o por qué no decirlo, toda novela- depende mucho de los lazos entre sus personajes. Tengo la certeza de que sin ella Gustavo jamás hubiera llegado a cerrar la verdad sobre Daniel.
Huk es uno de los pocos personajes que llevan un nombre simbólico; en su caso, una palabra quechua, “huk”, que significa “uno”, y que es una clave sobre su valor general. Huk es en cierta forma un personaje anónimo, el único sobre el cual nunca llegamos a saber nada: nada de su pasado, nada de su historia como sujeto, nada que la marque como individuo. Y eso no es casual: es un síntoma de su individualidad arrasada y violentada: el suyo es el anonimato producto del trauma. Huk muere de manera simbólica, también, asfixiada por lo que parecen ser las mismas páginas de los libros que Daniel lee, escritas en un idioma que probablemente ella no puede comprender. Más que el nexo o el eslabón que traiga la solución de continuidad a la trama policial de la novela, la historia desconocida de Huk representa el umbral de las cosas que los diversos relatos de la novela no pueden siquiera empezar a simbolizar, racionalizar y explicar.
Daniel es prácticamente una máquina de elaborar discursos. Sumamente complejo. La pregunta parece sencilla, pero ¿cómo llegaste a él? Pienso que una vez que lo tuviste definido, tenías pues el curso de la novela.
Eso es bastante cierto. Las primeras páginas que escribí fueron la primera conversación de Daniel y Gustavo en la clínica y, de inmediato, todos los relatos del Anticuario, las pequeñas historias sobre el personaje y las pequeñas historias de violencia que aparecen intercaladas antes de ciertos capítulos. Todo eso conformaba originalmente un solo largo texto, absolutamente psicótico, muy duro de leer, tanto que, si no lo hubiera dividido y esparcido por toda la novela (siguiendo un consejo de Peter Elmore), hubiera sido, tal vez, un exceso de confianza mío en la perseverancia de los lectores. Pero a lo que voy es esto, Gabriel: tienes razón cuando dices que el rasgo del personaje como una máquina infinita de narrar, un perenne productor de historias, no es sólo crucial para su propia construcción, sino que es la espina dorsal de la novela toda. Porque El anticuario es un relato acerca de la capacidad de una sociedad (y de los individuos que la conforman) de reconocerse a sí misma (y a sí mismos), en los relatos que ella inventa para recolectar sus fragmentos, construir su memoria, reconstruir su pasado, inventar su identidad, etc. Mi primera impresión general del plan de la novela, una vez que comencé a entender su sentido, fue que ella misma debía ser una máquina de producir historias, como lo es el personaje de Daniel.
Te vengo escuchando y recordé uno de los textos —el de Eduardo González— que se han escrito sobre la novela. Hace un momento dijiste que perfilaste a Daniel en base a una persona que conociste y cuya muerte te marcó mucho.
Un amigo muy querido cuya pérdida me ha conducido, al cabo de una década, a escribir esta primera novela. En la historia final queda muy poco de lo que fueron los hechos reales, y sin embargo tengo la sensación de que el libro ha capturado bastante de lo que podríamos llamar la verdad o la realidad detrás de esa historia (no referencialmente, no como un catálogo de lo sucedido, sino como una especie de estructura emotiva), a la vez que la ha tomado como puente para hablar de esos temas más bien colectivos de los que conversamos antes. Como dato anecdótico, te cuento que cuando escribía la novela, los personajes tenían otros nombres: los nombres reales de las personas en los cuales estaban basados. Al final, sólo quedó Gustavo con el mismo nombre, los demás, en la medida en que se fueron convirtiendo en otras personas, fueron reclamando su individualidad, y les fui cambiando el nombre. El protagonista, sin embargo, también mantuvo su nombre original hasta el final; sólo lo cambié por Daniel cuando concluí de revisar el manuscrito. Algo similar ocurre con ciertos lugares de la ciudad que llevan nombres imaginarios pero que eran inicialmente espacios de Lima: la librería El Círculo era Sur, la calle de los libros era Grau, el patio de letras era el de la Católica, la gran avenida era La Marina, etc. En algún momento dejaron de serlo y, de alguna manera, en ese instante fueron más verdaderos.
En realidad, Daniel no estaba tan loco como los otros pensaban.
No, claro. Daniel no está loco. O, al menos, no está más loco que cualquier otro personaje. Daniel es un individuo moral, actúa movido por impulsos que no sólo son emocionalmente válidos sino que además pueden ser incluso de una gran racionalidad y coherencia. De hecho, yo diría que el truco más difícil de la novela para mí, al enhebrar la anécdota, digamos, el truco más difícil de llevar a cabo en ese juego de prestidigitaciones que es escribir una novela, fue el de mantener por centenares de páginas la ilusión de que Daniel era una especie de psicótico paranoico cuando ninguna de sus acciones responde a un estallido intempestivo ni a una disolución de su vínculo con la realidad. Daniel no está más loco que el mundo que él habita. A eso se refiere, también, la imagen, la metáfora encarnada al final del libro, cuando la clínica psiquiátrica invade la ciudad, esa ciudad que desde un principio ha sido descrita con las mismas palabras con que se describe al manicomio: ese haz de calles en espiral, “que se cierra sobre sí misma como se enrosca una serpiente”.
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