volver a Cela, aunque pese
Al parecer, una especie de ley divina
define los criterios de los celadores de la literatura. Hablamos de una ley con
síntomas de tara que no permite que las malas costumbres personales de los
escritores tiñan lo que se pretende destacar y, en algunos casos, canonizar, es
decir, la obra.
Pensemos en ejemplos, cercanos, como Jorge
Luis Borges, a quien se le negó el Nobel de Literatura a causa de sus pecados
políticos. Aunque seamos sinceros, la grandeza literaria de Borges nunca se vio
opacada por sus deslices morales. Pensemos también en Ezra Pound y
Louis-Ferdinand Celine, cuyas obras tuvieron que esperar varias décadas para
ser valoradas como lo que son a la fecha, obras que se sustentan en férreas
poéticas que generan más de una discusión entre los llamados conocedores de
literatura, como también entre los lectores ocasionales, y que conforman esa
galaxia de lecturas obligadas para todo aquel que pretenda dedicarse al
ejercicio de la escritura literaria.
Ahora.
Sin duda alguna, Camilo José Cela es uno
de los más extraordinarios escritores en lengua castellana del Siglo XX.
A la fecha, y lamentablemente no pocos,
rehúyen de la obra de Cela como si se tratara de la peste. Los motivos de esta
huida no son literarios, sino más bien políticos, quizá morales, a lo mejor
porque los lectores, al igual que cualquier persona con criterio, puede
aguantar todo lo imaginable de la condición humana, menos el soplonaje.
Cela colaboró con el franquismo, se
convirtió en una suerte de espía, de datero, que enviaba listas sobre autores,
intelectuales y artistas a los entonces servicios de inteligencia de la
dictadura española. Si buscamos una palabra para definir esta manera de
proceder, la “bajeza” quedaría chica. Durante décadas se rumoreaba de esta
relación entre Cela y el soplonaje, pero esta se confirmó años después de su
muerte.
La noticia horadó a paso firme la
referencialidad de la que gozaba su obra. La noticia corrió como un río de
pólvora por todas las redacciones periodísticas, las aulas de la academia e
instituciones culturales.
Como dato menor, sumemos también que
Cela nunca exhibió un comportamiento que contentara a la platea, tranquilamente
podemos decir que era todo un antipático, sus opiniones más de una vez hirieron
susceptibilidades, hasta de los poderosos. No se guardaba nada, era un
deslenguado con estilo, un dandy que miraba a los demás con superioridad. Bien
podríamos decir que no fue un buen tipo, y para ser sincero, un escritor no
tiene que ser necesariamente una buena persona que derroche bonhomía. Cela no
lo era, no era pura sonrisita. Pero este detalle de su personalidad, más su
coqueteo con el franquismo siendo un aplicado soplón, fueron mezclas que
potenciaron el bombardeo hacia su obra, que, como ya se indicó, cobija a una de
las poéticas en castellano más peculiares del siglo pasado.
Cela no será ni el primer ni el último
escritor a quien le pasen factura sus pecados políticos. Pero ¿cuántos años
tendrán que pasar para que se le lea como se debe, sin tener en cuenta sus taras
morales? No lo sabemos. Es pues una incógnita. Pero lo que sí sabemos es que
mientras más tiempo pase, más de una generación de lectores dejará de conocer a
uno de los escritores que hizo de la palabra escrita una genuina experiencia
literaria de resonancias, premunidas de imágenes y conceptos. Esto es lo que
debería quedar de los grandes escritores, el aporte, no sus bajezas morales.
Estamos hablando de libros, no de personas.
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