domingo, mayo 08, 2016

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Sábado, día en que hice más cosas de las que supuse en principio.
Había que quedar con los amigos, compromisos pactados y saciar curiosidades.
Si junto el tiempo caminado, hablamos pues de casi siete horas andando, avanzando y retrocediendo en los recovecos de las ricas calles del centro, que en vísperas del Día de La Madre, se encontraban colmadas, manifiesto de felicidad que depara el consumo gracias a las tarjetas de crédito.
Cerca de las dos de la tarde, almorcé con “Luciano Lamberti” y “Ricardo Belmont” en un restaurante que tranquilamente puedo calificar de hogareño. Sensación extraña, demasiado, de hallar precisamente en restaurantes del Centro Histórico. Mis patas pidieron ají de gallina y yo un seco de cabrito. Como se supone, la conversa fue más extensa que el mismo disfrute de los platos. Después, muy al rato, fui a la feria de los libreros quilquenses ubicados en el Rímac, había que solucionar algunos inconvenientes domésticos y también participar del agasajo que se daría a las madres, algo en lo que debía participar en mi calidad de vicepresidente de la nueva asociación de libreros.
Mientras esperaba que comience el agasajo, revisaba mi correo electrónico. Entre los mails, uno llamó mi atención. En este se me comunicaba que ese mismo sábado acababa la Feria del Cómic Libre, o algo así, que se desarrollaba en la Av. De la Peruanidad, en Jesús María. No sé por qué llamó mi atención el evento, pero sí me interesaba constatar, salir de la sospecha que tenía sobre las personas que consumen comics. Entonces, había que hacer las cosas en orden, cumplir primero el compromiso, el cual hice bien, con el ánimo aún más renovado de los libreros por salir adelante. Me despedí de los amigos libreros y caminé a la Plaza Mayor, en donde tomaría un taxi a Jesús María.
A medida que llegaba a la Plaza Mayor, me iba invadiendo la idea de que tomar un taxi sería la peor de las opciones si es que pretendía llegar a la feria del comic. Me dije, pues, que lo mejor sería caminar hasta la Plaza San Martín en donde sí podría abordar un taxi, pero no, todo era igual, incluso peor, había más gente que en cuadras antes. Entonces, la solución era caminar, y eso fue lo que hice. Caminé, lento, puesto que había que esquivar a las personas apuradas, confabuladas todas para caminar en dirección contraria a la mía.
Llegué al Parque de La Peruanidad.  
Sabía que el cómic tenía sus seguidores. Lo que no sabía era que estos seguidores tranquilamente pueden formar una genuina fuerza social. Las colas, para las tres puertas del recinto, bordeaban el Campo de Marte, que de pequeño no tiene nada. Entonces, hice uso de la influencia para entrar. Era lo mínimo que podía hacer luego de la hora de caminata que acababa de hacer desde El Rímac. Compré una botella de agua mineral y no esperé mucho para ingresar a ese laberinto de cómics.

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