"el traductor"
Muchas cosas buenas se pueden decir de
la historia de la narrativa latinoamericana del Siglo XX. Una mirada, siendo
esta muy somera, nos permite ubicar nombres y obras referenciales, suscritas en
más de un periodo y generación. Obviamente, hablamos en principio de una mirada
general de un espectro continental, que nos permite aseverar que más allá de su
esencial soto narrativo, el conformado por las voces del promocionado Boom, encontramos
voces singulares, aisladas del oficialismo literario que poco a poco han ido
ingresando en el imaginario del lector literario, aquel que no se conforma con
las listas del canon, sino que busca en los bordes de la tradición, casi
siempre estimulados por los datos que se consiguen en las conversas de café y,
por qué no decirlo, en los datos proporcionados por los grandes lectores que en
vez de guardarse los nombres de su tradición literaria personal, se dedican a
compartir, es decir, a extender la experiencia de la lectura, matando el malsano
exclusivo código secreto que suelen ostentar los lectores poseros, la mayoría
signados por la patética pequeñez del alma.
Entre las plumas que encontramos fuera
del canon, figuran aquellas que son catalogadas de “autores de culto”, que han
conseguido cimentar la fidelidad de sus lectores, autores que siguen exponiendo
un magisterio desde el más allá. No hablamos de un buen número de plumas, pero
son más de las pocas que podríamos sospechar. En este sentido, la tradición
narrativa argentina ha sido generosa al proporcionarnos dos autores de culto
que cada año ganan más adeptos, dos autores a los que deberíamos leer sin
espera alguna, dos narradores que no solo comparten el fatal destino del suicidio,
sino que como pocos exploraron la desazón de la existencia humana nadando en
las turbias aguas del hastío.
Apunten: Jorge Barón Biza (1941 – 2001)
con El desierto y su semilla y
Salvador Benesdra (1952 – 1996) con El
traductor.
Del primero he escrito con gusto más de
una vez en mi blog y considero que he colaborado con mi granito de arena en
hacerlo un poco más conocido entre los lectores peruanos, puesto que en mi
época de librero pude recomendar esta novela a más de 150 lectores, lectores
que a los días regresaban a buscarme para darme las gracias por la recomendación.
Sin embargo, no se trataba de un agradecimiento feliz, por el contrario, era un
agradecimiento peculiar, ya que lo hacían con el alma expuesta en el rostro
desencajado, en otras palabras, lo hacían desde la emoción ultrajada. No era
para menos, Barón Biza exhibió en esta novela el poder de la autodestrucción
proyectada en los lectores.
Pues bien, si El desierto y su semilla, en términos narrativos, era la
linealidad, Salvador Benesdra con El
traductor (Eterna Cadencia, 2012 – Publicada por primera vez en 1988 por
Ediciones de La Flor) era la alteración de la linealidad narrativa, novela en
la que conceptos políticos e ideológicos, andamiaje estructural y configuración
de personajes, por señalar sus características excluyentes, eran tensados más
allá de los límites estipulados por los puristas de la narratología. Se colige
pues que hablamos de una novela ambiciosa, y dejando de lado la deducción, su
lectura nos ofrece la radiografía de la desazón de una época en la que los
discursos de la social democracia fueron heridos de muerte.
Benesdra se vale de un personaje rico en
complejidad. Ricardo Zevi es traductor (políglota que domina a la perfección
más de siete idiomas), acérrimo simpatizante de la izquierda, voraz lector,
pero ante todo, nada solemne en la expansión de su cultura. Exhibe entre sus
amigos y compañeros de trabajo una desfachatez intelectual que involuntariamente
refuerza cuando los discursos de izquierda entran en crisis a razón de la caída
del Muro de Berlín y la reciente desaparición de la URSS, enfocando su fastidio
ideológico en el rumbo sin norte en el que se encuentra la izquierda
latinoamericana a inicios de los noventa. Zevi no tiene opción, no le queda más
que recoger ese fastidio y en base a él construye larguísimos monólogos que
revelan su privilegiada cultura y alto nivel intelectual, que se potencian más
cuando debe traducir para Turba (la editorial progresista que años antes fue un
importante bastión del discurso de izquierda en Argentina) a un liberal pensador
alemán que representa absolutamente todo lo contrario que Zevi ha pregonado en
su vida.
El pensamiento de Ludwing Brockner le
genera más de un dolor de cabeza. No es para menos: los recursos intelectivos y
bibliográficos que maneja el facha alemán para sostener su discurso liberal,
son los mismos, pero desde la otra orilla, que sostienen el discurso zurdo de
Zevi. Zevi lo tiene que traducir si es que desea seguir manteniendo su trabajo
en la editorial ahora que la recesión laboral ha llegado a la empresa. Por otra
parte, Zevi es un asiduo visitante de bares, cafés y puticlubs, espacios en
donde se relaja viendo a las personas y últimamente alarmándose de la festiva
mediocridad de estas a las que no les importa el momento de emergencia
ideológica y tácitos cambios económicos en dirección a la derecha por el que
atraviesa el mundo. Es precisamente en un bar en donde conoce a Romina, una
joven mujer salteña de rasgos aindiados, adventista, que predicaba la fe de su
religión por las mesas de los bares, en los espacios en donde, para ella, se
reúne el pecado. Zevi no lo piensa mucho. Decide seducirla, llevársela en la
cama. Romina queda admirada con Zevi, al que también considera un buen hombre.
Empero, los problemas se manifiestan al momento de consumar el acto sexual.
Zevi no tarda en descubrir que Romina es frígida. Entonces, comienzan los
problemas para Zevi, que se propone destruir esa frigidez a cuenta de la
violencia emocional y física del sadomasoquismo.
Por medio de Zevi, Benesdra se adueña de
un discurso multitemático, que tiene el objetivo de explicar la esencia de la
condición humana y su relación con el contexto inmediato. Un personaje como
Zevi no podía ser guiado por el registro lineal, que en funcionalidad,
empobrecería su ya indicada complejidad. La mirada de Zevi requería de toda la
dificultad/plasticidad discursiva posible, había que estar a la altura de este
personaje que tranquilamente pudo ser el alter ego de Benesdra. Es precisamente
en la dificultad discursiva que hallamos la inacabable riqueza de la presente
novela, asimismo, la variedad temática requería de esta pensada y presupuestada
dificultad, que se enriquece por un constante aliento poético que se apodera de
cada página.
Lo dijo José Lezama Lima: “Solo lo
difícil es estimulante”. El traductor
es una novela compleja bajo todo punto de vista. Pero hablamos de una
complejidad que se supera con ánimo y decisión. La novela no tarda en
instalarse en el imaginario del lector de turno y, cuando ello ocurre, se podrá
esperar de todo de la misma, pero nunca que acabe.
…
Publicado en El Virrey de Lima
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