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Un día relativamente extraño.
Dormí cerca de ocho horas, repartidas en
tres sesiones de sueño. Recién en la noche, cerca de las once, estabilizarme.
Me pongo pues a trabajar en la máquina. Avanzando lo que puedo hasta las cinco
de la madrugada, hora en la que decidiré si leo o veo una película hasta las
siete de la mañana.
Así es. Mi vida se ha vuelto todo un
desorden. El insomnio pasa la factura, pero lo de horas atrás fue una crueldad.
Debí ser pues más honesto, no aceptar la reunión al mediodía sino proponerla
para la tarde, bien descansado, bien almorzado, libre de ese zumbido en la
cabeza, sin el ardor en los ojos, que marcaron mi mañana mientras iba a mi
reunión en el centro.
La idea era regresar a casa y meterme al
sobre. Pero aproveché en ir a la biblioteca del CC de España, en donde después
de tiempo me puse a conversar con Yolanda, que dicho sea, es la persona que ha
sido testigo de mi biografía lectora. Hablar de esa biblioteca es hablar de
Yolanda, una persona abnegada y consagrada a su vocación de bibliotecaria.
Ojalá, es mi deseo, que haya más personas como ella, que amen el universo de la
biblioteca como espacio de interacción, discusión e intercambio de ideas y
conocimiento.
Me quedé más de media hora viendo los
títulos en los anaqueles de la biblioteca. Buscaba un libro de memorias del
poeta español Antonio Martínez Sarrión. De paso, el tercer tomo de las memorias
de Bob Dylan. Y también algo de poesía. Todo bien en el ambiente de la
biblioteca, pero el problema vino al irme, en donde el sol amenazaba con salir,
lo que sería fatal para mí porque usaba un blazer informal, pero no, el asunto
no llegó a lo que temía, pero tampoco fue del todo un alivio, porque quedó el
bochorno. Y por esas cosas extrañas, sentía una pesadez en la cabeza, el sueño
que te llama y al que no me niego, entonces, fui tras un taxi, pero antes de
levantar el brazo y detener uno, recibo la llamada de mi proveedor de Polvos
Azules, que me dijo que tenía listas las setenteras películas gringas que le
había pedido hacía no más de diez días.
Fueron segundos de decisión. Podía
soportar ese ardor en los ojos y el zumbido en la cabeza, durante veinte
minutos, que era el tiempo que en taxi llegaría a casa, pero también pesaba el
afán por ver esas películas, y la inminente flojera que me causaba ir otro día
(el tráfico sí es una prueba de fuego), entonces, fui donde mi proveedor, sin
tener en cuenta lo que siempre tengo en cuenta cada vez que voy a PA: el calor
dentro del centro comercial, sin importar el clima que reine en el mundo que lo
rodea. En fin, ya estaba allí y había que recoger esas películas, pero al
llegar mi pata estaba ocupado con otros clientes y tuve que esperar. Me quité
el blazer y pensé también quitarme la cafarena. Después de veinte minutos mi
pata pudo atenderme, le pagué y salí con las mismas, en pleno estado etéreo,
con mi cuerpo amarihuaneado sin marihuana. El sueño lo tenía bloqueado.
Sensación jodida, tener sueño y no poder cerrar los ojos a causa del ardor.
Llegué a casa y no había nadie. Mi madre
me dejó una nota. Había salido con una tía. Me puse mi piyama y me metí al
sobre, pero los sonidos del teléfono fijo interrumpieron más de una vez el
sueño, entonces, desconecté el teléfono. Pero el descanso no duró mucho porque
mi hermano llamó, tocando fuerte la puerta trasera. Y nos pusimos a conversar
animadamente, más que nada él, porque yo asentía ante la tentación de las
inminentes cabeceadas. A la hora llega mi madre y los dejé solos en la sala.
Volví al sobre. Apagué el celular. Solo
así pude dormir, habiendo dejado en retraso muchos textos por cerrar. Cerca de
la medianoche, me pongo manos a la obra, sin conectarme a las redes sociales,
sin macular mi mente con las bajezas de aquellos escribas que se cagan por el
reconocimiento literario del otro, de la otra.
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