"crónicas de un país que ya no existe"
Cuando uno acaba la lectura de Crónicas de un país que ya no existe
(Sexto Piso, 2015), el recomendable libro del periodista estadounidense Jon Lee
Anderson, uno entiende, ahora sí en serio y por fin (y una vez más), que es
toda una pérdida de tiempo preguntarse si el periodismo y sus variantes de
registro, a saber, la crónica, son o no literatura. Pese a títulos que
tranquilamente pueden carpetear la pregunta, se sigue en ese círculo vicioso en
el que se citan la ignorancia y el prejuicio, la estupidez y la altanería;
pregunta innecesariamente recurrente que pone de relieve el temor de los que
precisamente más dicen saber de los alcances expresivos de la escritura. Lo
cierto es que el periodismo (llámese también No ficción) ya ha ingresado en el
imaginario de los lectores sin necesidad de trámites y permisos académicos.
Tanto un texto de ficción como uno de no ficción deben cumplir un solo
propósito: conectar, transmitir. Pues bien, lo dicho no nos impide señalar que
desde hace “algunos años” se viene forjando una peligrosa postura frívola
precisamente en un oficio en donde la frivolidad (¿aburguesamiento?) debe ser
visto como una peste y no como la marca en alto relieve en quienes se
consideran protagonistas o simpatizantes de la aún joven tradición del Nuevo
Periodismo (aunque un par de visitas a las bibliotecas bien nos puede indicar
lo contrario a lo “nuevo”).
Lo sabemos: JLA es uno de los actuales referentes
mundiales del periodismo, toda una leyenda viva que en este libro, publicado
por entregas entre el 2011 y 2015 en la revista The New Yorker, y editado como
tal primero en español antes que en inglés, brinda una cátedra que más de un
amante de la crónica y entusiasta de la no ficción debe seguir como si tratara
de un mandato bíblico. Veamos: JLA la tiene clara: así como escribir bien no es
suficiente para hacer gran literatura, escribir bien tampoco es suficiente para
escribir gran periodismo. Aunque esté demás señalarlo, por tratarse de una
obviedad, la prosa de nuestro autor sigue exhibiendo los senderos estilísticos
ya recorridos y que hemos celebrado en títulos como Ché Guevara. Una vida revolucionaria, La caída de Bagdad, La tumba del león, La herencia colonial y otras maldiciones y El dictador, los demonios y otras crónicas.
Un libro como el que nos convoca no
tendría razón de ser únicamente a cuenta de su muy buena prosa. Para JLA
resulta insuficiente. Y como ya es un sello de la casa: nuestro autor escribe y
reporta desde el lugar de los hechos. En el presente título nos narra los últimos
meses de la dictadura de Gadafi y de los posteriores ecos que generó su muerte.
Por más de cuarenta años este dictador hizo lo que quiso en Libia. Pero JLA no
cae en los conceptos generales que podamos tener del dictador, sino que nos
presenta a un peculiar hombre carismático y excesivamente atractivo que en 1969
derrocó al rey libio Idris I, hecho que supuso una esperanza para los libios que veían en aquel joven de 27 años al líder que los sacaría de la opresión y
también de la pobreza, específicamente de la pobreza, siendo pues Libia uno de
los países más ricos del mundo. Gadafi llegó al poder con un discurso premunido
del aliento izquierdista y de enfrentamiento contra el abuso imperialista de Occidente.
No por nada a Gadafi se le llamó el “Ché Guevara árabe”. Lo que nadie imaginó
en ese entonces fue lo que haría ese joven militar en el poder y de lo capaz
que era con tal de cuidar precisamente ese poder con el que configuró la
identidad de toda una nación.
Sin juzgar y lejano de la mera
descripción de sucesos, nuestro autor opina valiéndose de los recursos
intelectuales que le brindan la sociología, la historia, la antropología y la
filosofía. Solo de esta manera JLA puede escribir de Gadafi, de Libia, que a
fin de cuentas son lo mismo. Desde el registro del periodismo es prácticamente
imposible centrarse en esta figura protagónica de la historia política mundial.
Gadafi es pues un personaje histórico fascinante al que no solo vale abordarlo
desde una sola mirada, sino desde distintos ángulos por tratarse de un peculiar
fresco individual y social. No es para menos, a razón de Gadafi Libia se ha
convertido en un país destinado, entre varias perlas, a ser un espacio
geográfico de descanso y entrenamiento para terroristas internacionales. Ocurrió
en la década del setenta y ocurre hoy en día: Libia es un punto de paso para el
Estado Islámico. Este es uno de los tantos legados del dictador.
En más de un pasaje uno se pregunta si
Gadafi es una exageración del mito, pero no, no se nos presenta una
exageración, sino una realidad que pauta los destinos de Libia aún sin su
presencia. He allí pues el punto de quiebre de JLA con otros reportes sobre lo
que ha venido y viene ocurriendo en Medio Oriente. JLA no nos muestra una
realidad histórica inmediata caracterizada por la impresión informativa, lo que
hace es mostrarnos una realidad histórica inmediata enfocada en la profunda
reflexión y el sesudo análisis. JLA hace historia y también historia mínima,
esa que no se ve, pero que tiene que consignarse para completar el fresco que
nos quiere relatar. Por ejemplo, las dificultades de los colegas de oficio para
enviar a sus medios de comunicación sus reportes y archivos visuales. En estas
páginas jugarse la vida no es un cliché, sino un riesgo en pos de informar una
verdad, sin importar si esta verdad sintoniza o no con las afinidades políticas
e ideológicas de quien la reporta.
Solo una advertencia: el lector debe
superar las primeras veinte páginas, maculadas de exceso de información y con
una pesadez estilística no vista antes en los textos de JLA. Superado este
óbice narrativo, el libro muda de piel hasta ser lo que es, un librazo, una
joyita para apreciar y atesorar, pero ante todo, y con mayor razón en estos
tiempos de estupideces informativas fugaces, muy necesario para todos aquellos
que asumen el periodismo como una profesión, puesto que JLA nos subraya que el
periodismo no es una profesión sino un oficio al que se debe honrar con el
compromiso con la verdad y una constante formación plural, siendo sus principales
armas el lenguaje y la actitud infatigable en el cultivo de la inteligencia,
ergo, en el nivel cultural del que se hace llamar periodista.
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Publicado en El Virrey de Lima
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