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Luego de la euforia, con los ánimos más
calmados, me retiro del grupo y me dedico a caminar, a seguir caminando por las
calles del centro. En ese trayecto sin rumbo, se me antoja una chela en lata e
ingreso a una tienda. Al igual que en otras marchas, sucede un hecho que no me
gusta del todo: me topo y cruzo con más de un conocido y esta vez doy gracias
porque todos fueron conocidos, de haber encontrado gente amiga, la situación
hubiese sido distinta, y muy fastidiosa para mí, porque así esté mal de ánimo,
o cansado, me muestro pata, al menos en la conversa protocolar sin hipocresía
antes de abrirme.
El Paseo de los Héroes fue el destino
final de lo que sin duda se había convertido en el País de las mujeres. Soy de
la idea de que este país debe ser gobernado por mujeres de buena voluntad, eso,
buena voluntad, dejando de lado sus posturas políticas y discursos ideológicos.
Solo con ellas nuestros problemas serían otros, al menos imperaría el criterio
esencial en las soluciones. Lo de ayer fue el grito de las mujeres, grito que
ha marcado hito en la historia peruana reciente.
Mis pasos me llevaron a Alfonso Ugarte.
Mientras caminaba, me llamaron al cel y me dijeron que me estaban esperando en
una chupeta en un galpón de Camaná. Conozco ese galpón, que todos los sábados
lo cierran a las nueve de la noche para dar rienda suelta a un festín
alcohólico del que solo se sale en camilla. Ya he escuchado de las muchas
leyendas sobre ese espacio, de lo que suele ocurrir bajo los efectos festivos
del trago y las anécdotas contadas. No lo niego, lo pensé por un momento, pero
al final decidí seguir el camino sin rumbo, reconociendo las calles de las que
he estado ausente en las últimas semanas a causa de un malestar que no le deseo
a nadie.
Aproveché en comprar una cajetilla de
cigarros en una tienda de Bolivia. En la tienda, más de treinta mujeres
jóvenes, comprando agua mineral y cervezas. Habían estado en la marcha.
Compraban y cantaban a la vez. Me hice a un lado, esperando a que terminen de
hacer lo que tenían que hacer. Cuando compré la cajetilla, también me animé por
una chela en lata. La chela ligera en mi garganta, ahora sí totalmente
recuperado, sin los estragos del malestar que por más de un instante me hizo
pensar en la posibilidad de internarme. La gracia me deja una enseñanza de
vida: al menos, por muy buen tiempo, no comeré nada en la calle. Si tengo
hambre, me aguanto hasta llegar casa.
En las noches suelo ser tentado por los
antojos, pero anoche esa tentación no se presentó, y qué bueno que haya sido así,
porque solo me concentré recorrer sin recorrer calles, algunas recorridas horas
antes. Cuando me encontré con los libreros de Alfonso Ugarte, me puse a
conversar con ellos y, de paso, reviso qué es lo que tienen. Por lo general,
suelo quedarme más tiempo del que pensaba en principio. Y vaya que más de una
vez me he quedado hasta altas horas de la noche conversando con los libreros de
Alfonso Ugarte, a veces, al final de la jornada, esperaba a que ordenen sus
cosas y e iba con ellos por un chifa, y ahora que lo recuerdo, durante un
tiempo fuimos a ese chifa de la muñequita china que asesinó a los chinos del
Dragón rojo.
Compré un par de libros y me perdí en la
noche, que recién comenzaba.
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