martes, octubre 18, 2016

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Día de sol y no hay nada mejor que en un día de sol que escuchar a The Clash.
Me despierto temprano y me pongo a releer el libro de un amigo español que, en verdad, era lo que venía necesitando en estas últimas semanas de lecturas; en su brevedad el libro muestra una epifanía que cumple involuntariamente un noble propósito: creer en las posibilidades de la escritura como tal, sin los cotos de las formas ni las leyes narratológicas.
Claro, de lejos, y bajo la mirada del prejuicio ignorante, se podría pensar que esta propuesta es hija del más absoluto de los entusiasmos, del ocio creativo sin esfuerzo. Para nada. Una propuesta como la del libro, que para ser llevada a buen puerto, requiere de un conocimiento de la tradición que se pretender quebrar. No hay otro camino, esa es la vía cuando se aspira a hacer algo nuevo, aunque lo cierto es que no hay nada nuevo que hacer en cuestiones literarias, solo revisiones de lo que ya se escribió, pero que en esas revisiones, las que se hacen con afán de experimentación seria, lo que debería importar es la forma.
Mi amigo lo consigue, y no lo consigue por ser mi amigo.
Cierro el libro y me sirvo un jugo de naranja. Pienso en si vale la pena o no desayunar, porque solo me separa una hora y media de la hora de almuerzo. Escojo entonces lo más sano, comer algo de fruta, dos melocotones y un plátano.
La limpieza en el estómago no demora en surtir efecto. Me siento el hombre más saludable de la tierra. Ya no siento la pesadez física y emocional que sí ayer. Por ejemplo, anoche, luego de enterarme de lo que la gente es capaz de hacer por dinero, de cómo pierden las perspectivas de la lealtad por unos centavos más, caminé más de la cuenta por las calles del centro, preguntándome por qué no me he emputecido como otros sí, o sea, si es integridad, o inevitable acojudamiento de mi parte, lo que me lleva a alterados estados emocionales de los que sí me debo cuidar porque suelo dejar más de muerto por mi paso. 
Caminé y caminé, hasta que me cansé y paré un taxi. El taxista, un patita de mi edad, pero matado por el trajín del trabajo, era feliz escuchando un hit noventero, un hit que me devolvió a las juergas que nos mandábamos en el Parque Castilla de Lince. “Unbelievable” de EMF. Había que ser parte de esa felicidad, pues.

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