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Me doy cuenta de ello, pero no con la
atención que debería, pero no digo nada porque quiero saber hasta qué punto se
llega. Desde hace algunas semanas, más o menos desde la quincena de noviembre,
mis cuentas de correo electrónico, Face y Twitter, vienen siendo amenazadas por
hackeadores, que en el mundillo literario y cultural los hay a raudales, lo
cual me lleva a sustentar más la idea que dijera un escritor con quien tuve una
charla pública sobre su novela en la última edición de la Feria del Libro
Ricardo Palma: “el escritor peruano tiene que empezar a trabajar”.
Cierto.
No todos, pero buena parte de ellos se
dedica a malgastar su vida, el cuerpo, el cerebro y el ingenio en el hueveo
permanente, hueveo atento a la captación de impresiones que deviene en buitreos
que vendrían a ser la metáfora, aparte de su existencia, también de su obra.
Entonces, estos literatosos ociosos que no trabajan, y no lo hacen porque les
gusta vivir de prestado y de la beneficencia literaria, son actores idóneos,
empleados en potencia, para los que regentan el oscuro poder del tráfico
editorial, eso, por un lado, como también para los que solo viven para joder a
los demás.
Pero claro. Tan culpable como el hacker
es también el perjudicado. En ese sentido, es prácticamente imposible que se
pueda acceder a cualquier de mis cuentas, y lo más gracioso es que los ociosos
dejan rastros de su procedencia, pero tampoco voy a perder el tiempo, porque no
me interesan estos ociosos con evidentes complejos de fealdad, sino sus
potenciales patrones.
Me sirvo café y me pregunto qué pasaría
si me hackean. También me lo pregunté ayer mientras conocía un nuevo café en
Jesús María. Conozco bien las calles de ese distrito, pero me cuesta ubicar por
nombre sus calles, ese es quizá mi eterno problema de ubicación con los
distritos que más conozco de Lima, si a las justas sé el nombre de mi cuadra.
Pensaba en la posibilidad del ataque virtual mientras esperaba mi pastel de
acelga y espresso, y por extraño que parezca en estos tiempos de paranoias
virtuales, no me preocupa el hackeo, sino en quienes estarían detrás de esos
ataques virtuales, de quienes me ocuparé en los próximos días.
El sol se muestra generoso, impregnando
de naranja mi habitación, y por un momento, mi habitación parece una locación
cerrada de El último tango en París.
Entonces aprovecho el calor y me dirijo al lavadero, ubico lo necesario para la
misión del día: bañar a Onur, el falso pekinés.
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