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Anoche, mientras me dirigía a librería
Sur, con algo de apuro por no haber calculado bien el tiempo, en plena Av.
México por demás infernal, paré un taxi, el primero que pasara y así guiar al
chofer por los recovecos, la Ruta G, el secreto mejor guardado que tengo para
llegar a mi destino en menos de un cuarto de hora. Pues bien, antes de levantar
el brazo, tuve dudas, porque el taxi era un Tico y por comodidad no suelo tomar
este tipo de autos, pero en esos instantes no estaba para exquisiteces, claro,
la Ruta G sirve, pero sé también que no debo abusar de mi ventaja. Entonces
detuve el taxi, viejo, al ojo maltratado por más de quince choques. Negocié
rápido la carrera. Una vez sentado, me di cuenta del detalle que hacía
diferente ese viaje en taxi, ya tenía que ocurrirme, las había visto pero era
la primera vez que tenía a una mujer como taxista, una mujer en cuyo rostro se
reflejaban los años de trabajo, una mujer que no dudó en prender en dirección a
mí su ventilador colgante ni bien prendí el primer pucho del viaje. El taxi ni
siquiera tenía luz para poder leer, fue este un viaje en penumbra, iluminado
por las luces artificiales; a pesar de ello, el viaje fue iluminador, porque
pude hablar con la mujer, teniendo como primera impresión que era una mujer de
armas tomar, imaginando las no pocas peleas y discusiones que tendría durante
el día, luchando contra la matonería del macho al volante.
Cuando llegué a mi destino, y como
suponía, la taxista no sabía cómo salir de San Isidro. Había tráfico en Pardo y
Aliaga y el tráfico limeño, sea en donde sea, tiene el poder de huevear al más
pintado. Por ello, antes de bajar le indiqué tres posibles rutas para llegar a
Javier Prado. Sentí muy sincero su agradecimiento.
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