sábado, diciembre 31, 2016

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Ultimo día del año, solo un respiro más para que la vida regrese a su normalidad. La verdad que en mucho tiempo mi paciencia no se ponía a prueba como en estas semanas de diciembre. No quiero imaginar qué hubiera ocurrido si las fiestas hubieran estado enmarcadas en días laborables, la extensión del hueveo celebratorio habría durado cuatro días como mínimo. Felizmente todos vuelven a trabajar el lunes.
En cuanto a mí, creo que mi recuento literario se está haciendo esperar más de la cuenta, pero me he demorado y creo que para bien, porque lo tuve que recomenzar cuatro veces desde que me dispuse a elaborarlo. Ahora me encuentro en la versión final del recuento, dorando lo que hay que dorar y reforzando algunos conceptos. Entonces busco un álbum de Echo & The Bunnymen y escojo el clásico Crocodiles, pero, y pienso que a razón de la tonada, un adormecimiento comienza a apoderarse de mi cabeza. Debo solucionar esa tentación, por ello voy a la cocina por otra taza de café y lo cargo más que de costumbre. Mientras diluyo el café, pienso en las tonterías que se piensan, en las promesas prácticas y morales que haría bien en cumplir el próximo año, aunque esas promesas no pasen de las meras intenciones, dejar en descanso mi talento para los apodos, todos ellos muy graciosos y celebrados; este intento de decisión parte del principio de respeto hacia las personas que han recibido mis apodos, al punto que, y no solo yo, los conocen por sus apelativos, pero lo curioso de la situación es que los receptores de mis apodos han comenzado a forjar una nueva identidad a partir de los mismos, bueno, bien por ellos, pero lo que sí me preocupa es que yo he olvidado los verdaderos nombres de muchos. Por ejemplo, el miércoles me encontré con un pata, este me pasó la voz mientras cruzaba la intersección de Javier Prado y Aviación. Era un pata a quien no veía en mucho tiempo, pero al parecer él guardaba un buen recuerdo de mí y en los minutos que duró la conversa al vuelo, me preguntaba por su nombre. Al final, cuando nos despedíamos, él se dio cuenta de que me había olvidado su nombre y que lo recordaba por su chaplín.
Me animo por un sándwich ya que estoy en la cocina. Preparo mi sándwich de jamón y queso y aprovecho en ver los últimos recuentos de año, entonces me pregunto hasta qué punto llega mi pesimismo hacia la narrativa peruana, ¿o es que he estado viviendo en un mundo paralelo?, pero nada de mundos paralelos, no fumo hierba desde hace mucho, así que mi percepción se ajusta a una limpieza mental, ajena a las alteraciones. Regreso a mi habitación y abro los archivos respectivos en Word, cinco en total, bueno, así trabajo, con la mente partida en múltiples intereses simultáneos. Sorbo un poco de café y en un mal movimiento con el brazo izquierdo tiro al suelo mi cubo de Rubik. Recojo el cubo y al querer darle la segunda a mi sándwich me percato de su ausencia. Me pongo de pie y busco a Onur, pero este duerme, estirado y descaradamente, en medio de la sala. Regreso a mi cuarto y me fijo en la ventana, quizá haya entrado por allí un gato, pero no hay señales de pisadas gatunas ni en mi cama ni en mi sillón de lectura. 
Después de tres minutos de reflexión sobre la desaparición del sándwich, encuentro el motivo de su desaparición, ubicado en el nido de uno de mis árboles. Solo tuve que levantar la mirada.

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