viernes, enero 20, 2017

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Todo el día fuera, caminando la mayor parte, y sudando. Creo que habré perdido diez kilos. A lo mejor ese sea el secreto para bajar de peso: caminar y caminar, desafiando la inclemencia del sol, porque calor, y mucho, sentí, pese a que el cielo mostraba su recurrente grisura triste. A las 10 y 30 de la mañana me encontré con JC en la puerta de la BNP. De allí caminamos por San Borja, conversando de los temas importantes y excluyentes de la literatura peruana. No siempre estamos de acuerdo, pero en los principios, sí. Esa sola caminata de hora y media nos habrá quitado al menos cinco kilos. El duchazo se imponía y mi amigo tomó un taxi a su casa. Por mi parte, sudaba como un chancho y me unté más bloqueador que lo normal. El duchazo era una necesidad, pero no tenía tiempo. Debía ir al centro para encontrarme con Jaime en la Casa de la Literatura Peruana. Me detuve en una tienda y compré una botella de agua mineral. Una amiga me llamó para hacerme una consulta y le dije que la ayudaría en todo lo que pudiera, se lo dije mientras miraba a una chica de no más de un cuarto de siglo, sentada en la banca del paradero entre las avenidas Guardia Civil y Canadá. Tenía las piernas cruzadas y con la rodilla izquierda sostenía un libro, que en principio se me hizo conocido, y para salir de dudas, me acerqué. La chica de no más de un cuarto de siglo leía la obra completa anotada de Conan Doyle en una gigantesca edición de papel cuasi biblia en Cátedra. Por algunos segundos me enamoré. Leer a Conan Doyle en pleno sol, con el ruido de los autos y micros, leyendo cuando la media de personas mira sus pantallas móviles, es un genuino acto de amor por la lectura. Muchas veces he leído en paraderos, pero nunca con este calor de mierda, y cuando lo hacía, siempre en una edición de bolsillo debido a la comodidad. Estuve a punto de hablarle. Pero decidí no hacerlo. No me gustan que me interrumpan y no me gusta interrumpir cuando alguien lee, menos aún en estas circunstancias climatológicas.
Paré un taxi y me bajé en la Estación Canadá del Metropolitano. Para mi buena suerte, pasaba la Línea C ni bien acabada de bajar las escaleras.
Caminé por Carabaylla hasta la Casa de la Literatura, e imposible no encontrarte con amigos y conocidos, con los que intercambié algunas palabras al paso y que se sorprendían al verme, porque saben bien que yo durante el día no salgo. Seguí mi ruta y en la Plaza Mayor inmortalicé algunas fotos en mi Instagram. En la Casa de la Literatura me ubiqué en la zona de bancas y mesas que me ofrecen la vista del río Rímac y esperé a Jaime, con quien fui a almorzar. Conversamos mientras mirábamos sin mirar el discurso de Trump.
Bajé por Camaná y pensé en si debía llamar a mi querida amiga Charlotte, pero no lo hice porque me encontraba cansado, además, nuestras conversas son maratónicas. Al llegar a la esquina de Quilca y Camaná, me cercioré de la catástrofe que embarga al pueblo quilquense, a sus habituales y turistas que se la quieren dar de malditos los fines de semana. Así es, vi cerrado el bar Don Lucho. De ese bar tengo muy buenos recuerdos y no creo que desaparezca, será el mismo bar pero con diferente dueño. Pero antes de cruzar la esquina de Quilca y Camaná, vi un nuevo local de venta de libros, que antes fue una cafetería-restaurante. Regresé y me puse a observar sus libros, que puedo calificar de interesantes y no dudé en comprar tres. Pero antes de comprarlos, me cercioré en su librero. Fernando. Me alegró ver a un pata como él desempeñándose como librero. Y lo digo porque lo conocí en mi etapa de librero y lo formé en lecturas. Pero lo admirable: es un joven que se ha hecho solo. Sé que a ese negocio le irá bien porque hay un librero allí. No me cansaré de decirlo: no es lo mismo un librero que un vendedor de libros. Si él se lo propone, con el tiempo podrá ser el mejor librero del Perú, uno que te hable de lecturas y que su mundo no esté infestado de cuentas, ventas y reventas, signos ineludibles del mercachifle. Felicité a Fernando y seguí mi camino por Camaná, en dirección al Parque Francia, pero antes de llegar al parque, entré a un galpón de libros con el fin de saludar a una amiga. Sin embargo, ella discutía con su esposo, y para pasarla me puse a revisar sin revisar las rumas de libros. Mi idea era saludarla y conversar un toque con ella y regresar a casa lo antes posible para el segundo duchazo del día. Pero la discusión entre ellos hacía imposible mi espera, porque no me gusta esperar. Pasaba los libros de las rumas, hasta que encuentro una edición de Miami y el sitio de Chicago de Mailer. Conozco el libro, hasta tengo una edición de este título en Capitán Zwing, pero siempre seré un apasionado de las páginas teñidas de sepia, de la historia que exhiben a la fecha ediciones como las de Tiempo Contemporáneo de Argentina. Compré el libro. Y me retiré del galpón, en donde ocurriría una matanza más entre mi amiga y su esposo. 
Llego a casa y me recibe Onur con endemoniados saltos. Me arrodillo, cojo su cabeza y lo miró bien para llegar a la conclusión de siempre: es un falso pekinés.

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