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Todo el día fuera, caminando la mayor
parte, y sudando. Creo que habré perdido diez kilos. A lo mejor ese sea el
secreto para bajar de peso: caminar y caminar, desafiando la inclemencia del
sol, porque calor, y mucho, sentí, pese a que el cielo mostraba su recurrente
grisura triste. A las 10 y 30 de la mañana me encontré con JC en la puerta de
la BNP. De allí caminamos por San Borja, conversando de los temas importantes y
excluyentes de la literatura peruana. No siempre estamos de acuerdo, pero en
los principios, sí. Esa sola caminata de hora y media nos habrá quitado al
menos cinco kilos. El duchazo se imponía y mi amigo tomó un taxi a su casa. Por
mi parte, sudaba como un chancho y me unté más bloqueador que lo normal. El
duchazo era una necesidad, pero no tenía tiempo. Debía ir al centro para
encontrarme con Jaime en la Casa de la Literatura Peruana. Me detuve en una
tienda y compré una botella de agua mineral. Una amiga me llamó para hacerme
una consulta y le dije que la ayudaría en todo lo que pudiera, se lo dije
mientras miraba a una chica de no más de un cuarto de siglo, sentada en la
banca del paradero entre las avenidas Guardia Civil y Canadá. Tenía las piernas
cruzadas y con la rodilla izquierda sostenía un libro, que en principio se me
hizo conocido, y para salir de dudas, me acerqué. La chica de no más de un
cuarto de siglo leía la obra completa anotada de Conan Doyle en una gigantesca
edición de papel cuasi biblia en Cátedra. Por algunos segundos me enamoré. Leer
a Conan Doyle en pleno sol, con el ruido de los autos y micros, leyendo cuando
la media de personas mira sus pantallas móviles, es un genuino acto de amor por
la lectura. Muchas veces he leído en paraderos, pero nunca con este calor de
mierda, y cuando lo hacía, siempre en una edición de bolsillo debido a la
comodidad. Estuve a punto de hablarle. Pero decidí no hacerlo. No me gustan que
me interrumpan y no me gusta interrumpir cuando alguien lee, menos aún en estas
circunstancias climatológicas.
Paré un taxi y me bajé en la Estación
Canadá del Metropolitano. Para mi buena suerte, pasaba la Línea C ni bien
acabada de bajar las escaleras.
Caminé por Carabaylla hasta la Casa de
la Literatura, e imposible no encontrarte con amigos y conocidos, con los que
intercambié algunas palabras al paso y que se sorprendían al verme, porque
saben bien que yo durante el día no salgo. Seguí mi ruta y en la Plaza Mayor
inmortalicé algunas fotos en mi Instagram. En la Casa de la Literatura me
ubiqué en la zona de bancas y mesas que me ofrecen la vista del río Rímac y
esperé a Jaime, con quien fui a almorzar. Conversamos mientras mirábamos sin
mirar el discurso de Trump.
Bajé por Camaná y pensé en si debía
llamar a mi querida amiga Charlotte, pero no lo hice porque me encontraba
cansado, además, nuestras conversas son maratónicas. Al llegar a la esquina de Quilca y Camaná, me cercioré de la catástrofe
que embarga al pueblo quilquense, a sus habituales y turistas que se la quieren
dar de malditos los fines de semana. Así es, vi cerrado el bar Don Lucho. De
ese bar tengo muy buenos recuerdos y no creo que desaparezca, será el mismo bar
pero con diferente dueño. Pero antes de cruzar la esquina de Quilca y Camaná,
vi un nuevo local de venta de libros, que antes fue una cafetería-restaurante.
Regresé y me puse a observar sus libros, que puedo calificar de interesantes y
no dudé en comprar tres. Pero antes de comprarlos, me cercioré en su librero.
Fernando. Me alegró ver a un pata como él desempeñándose como librero. Y lo
digo porque lo conocí en mi etapa de librero y lo formé en lecturas. Pero lo
admirable: es un joven que se ha hecho solo. Sé que a ese negocio le irá bien
porque hay un librero allí. No me cansaré de decirlo: no es lo mismo un librero
que un vendedor de libros. Si él se lo propone, con el tiempo podrá ser el
mejor librero del Perú, uno que te hable de lecturas y que su mundo no esté
infestado de cuentas, ventas y reventas, signos ineludibles del mercachifle.
Felicité a Fernando y seguí mi camino por Camaná, en dirección al Parque
Francia, pero antes de llegar al parque, entré a un galpón de libros con el fin
de saludar a una amiga. Sin embargo, ella discutía con su esposo, y para
pasarla me puse a revisar sin revisar las rumas de libros. Mi idea era
saludarla y conversar un toque con ella y regresar a casa lo antes posible para
el segundo duchazo del día. Pero la discusión entre ellos hacía imposible mi
espera, porque no me gusta esperar. Pasaba los libros de las rumas, hasta que
encuentro una edición de Miami y el sitio
de Chicago de Mailer. Conozco el libro, hasta tengo una edición de este
título en Capitán Zwing, pero siempre seré un apasionado de las páginas teñidas
de sepia, de la historia que exhiben a la fecha ediciones como las de Tiempo
Contemporáneo de Argentina. Compré el libro. Y me retiré del galpón, en donde
ocurriría una matanza más entre mi amiga y su esposo.
Llego a casa y me recibe Onur con
endemoniados saltos. Me arrodillo, cojo su cabeza y lo miró bien para llegar a la
conclusión de siempre: es un falso pekinés.
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