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No lo tenía pensado, pero tuve que ir al
Centro Histórico. Había que hacer algunas gestiones, pero ante todo caminar y
respirar sus calles, con mayor razón cuando las he recorrido buena parte de mi vida. La necesidad vital se imponía, solo caminar, tranquilo y sin
apuros. En la manera de caminar puedo saber quién camina porque conoce estas
calles, como aquel que lo hace incentivado por el apuro, y en este grupo he
conocido a más de un mercachifle de libros, que caminan apurados, como si la
vida se les fuera en cada paso.
Mi gestión no demoró más de lo que pensé
en principio, y decidí caminar por las calles que pertenecen a mis ex
costumbres inmediatas, como Quilca y Camaná, saludando a los libreros,
cruzándome con conocidos, corroborando que ese par de calles siguen siendo tan
mías como hasta hace más de un año.
Antes de llegar al Parque Francia,
ingreso a un galpón de libros. Me puse a revisar sin revisar, y sin pensarlo,
porque esa es la única manera de llegar a los buenos libros, que son los que te
escogen, tú no a ellos. Desconfío pues de los que buscan entre rumas como si
estuvieran haciendo un hueco en la arena, seña natural del mercachifle, que
ahora abundan en las redes sociales, que de libros no saben más que su precio,
sin mostrar el más mínimo interés por su contenido, mucho menos en formar
lectores. Mientras miro los libros, recibo una llamada de “Mr. Chela”,
indignado, airado por el post anterior. Dejo que suelte toda su furia, pero
cuando le digo que estoy cerca de su chamba y que puedo ir si es que gusta, se
pone como un gatito al que le acaban de retirar su tazón de lechecita. Entiendo
su indignación, un borracho puro y digno no puede ser llamado “Mr. Chela”,
aunque con ese apelativo se ha ganado un nombre, igual que “Frejolada”. Una
pena: ambos vienen cumpliendo una noble función: son las guaripoleras oficiales
del cachetadismo; defensores de lo indefendible, convertidos en siameses que
exhiben una cualidad propia de ellos: la eximia práctica del peinapubismo a
cambio de trago y pasajes. No les queda otra, la falta de carácter y
personalidad en su máximo esplendor: juzgo las actitudes inmorales de “Cachetada”
pero chupo con él, no importa si en mi cara le falta el respeto a mi enamorada.
Desde esa trinchera, el borracho puro y digno y “Frejolada” juzgan a los
perejiles de la narrativa peruana, juzgan a los gomeadores de mujeres, juzgan
las pendejadas del mundo académico, juzgan a los profesores
con fama de acosadores, solo les falta juzgar a los... Todo se sabe, pues. Pero
bueno, si este par de huevas tristes exhibieran un poco de inteligencia,
sabrían que les estoy haciendo un gran favor, el último rescate antes de que
reviente el chupo en un semanario.
El borracho puro y digno queda en
silencio. Y qué bueno que no hable más, porque acabo de ver un par de bellezas:
la biografía de Sender a cargo de Jesús Vived Mairal y la novela El diario de Hamlet García de Paulino
Masip. Esto es epifanía, pienso, y me sumerjo en un mutismo de cinco segundos.
En primer lugar, y por interés no buscado, venía leyendo textos y relatos de
Sender, y de alguna forma, recordaba lo que había leído de él en la biblioteca
del Centro Cultural de España. No hablo de un autor que me fascine, pero sí de
uno del que aprendí no pocas cosas. Ver su biografía no era una oportunidad,
sino un obsequio del destino. La experiencia es el destino, ¿no? No importa
cuánto tiempo el libro estuvo en esa ruma, lo que en verdad importa: ese libro
me esperó. La novela de Masip la leí porque un pata me la prestó hace un par de
años y desde que la leí la venía buscando, además, y hasta cierto punto, ya
había tirado la toalla por encontrarla. Pero como se deduce: la novela también me
estaba esperando.
Tenía que seguir mi camino, pero había
que esperar porque la dueña del galpón discutía con un comprador, a quien
reconocí. Lo poco que oí de la conversa fue más que suficiente, inconcebible
cuando los libros están baratos: el regateo del mercachifle. El mercachifle se
fue y le pagué a la señora lo que me pidió. Al llegar al Parque Francia me
senté en una banca y prendí un pucho. Me puse a revisar la biografía de Sender.
A menos de cinco metros de mí un grupo de chicas y chicos ensayaban una
coreografía, cada uno de ellos llevaba una antorcha y la luminosidad que se
desprendía de sus movimientos, en confluencia con la luz de los postes,
irradiaba de un violeta-naranja la fachada de la iglesia del parque. Cuando
quise tomar una foto de esa luminosidad que hechizaba, no pude hacerlo porque
me había quedado sin batería. Entonces le pregunté a una de las chicas de aquel
grupo si siempre ensayaban en el parque y me respondió que sí, todos los martes
a partir de las ocho de la noche, siempre y cuando no vengan las camionetas de
la municipalidad. Me quedé un rato más observando las coreografías.
Antes de retirarme, usé la poca energía
de mi batería para llamar a casa y decirle a mi padre que posiblemente llegaría
un poco más tarde. Esa es la costumbre que tengo desde hace años, no es
necesario pedir permiso, solo hace falta decir que llegarás, ya sea más
temprano o más tarde. Me despedí de la chica que me había dado la información
de su grupo de coreografía. Camino hasta Wilson, entonces llamo a “Jeremy” de
un teléfono público y le pregunto por ese lugar en donde días atrás había
probado lo que, según él, era el mejor choripán de su vida. Dato importante que
no podía dejar pasar, porque el choripán sí es una de mis debilidades. “Jeremy”
me dio las señas. Había que caminar hasta la intersección de Wilson y 28 de
Julio, por la recta de institutos y universidades. Y hacia ese destino me
dirigí, pero antes pasé por una pastelería por un café y una leche asada, una
pastelería de la que no sé su nombre, solo que está en la esquina de Wilson con
Bolivia, pastelería a la que solía ir con mi amigo José Pancorvo, si es que la
hora era propicia, y si en caso la hora no era la adecuada, matábamos la
borrachera en uno de los chifas de Alfonso Ugarte. Imposible no recordar a
José, muy buen poeta ajeno al circo del circuito, enfocado en estudiar y en
leer con una voracidad que en lugar de intimidar, estimulaba. En esa pastelería
fue la última vez que conversamos, a fines del 2015, meses antes de que muriera
de cáncer.
A paso lento llegué a ese negocio de
choripanes argentinos. El negocio era nuevo, mas no el local en el que se
hallaba, que sí conocía. Ese local tiene su historia: a fines de los noventa
sirvió de punto de reunión para los estudiantes de las universidades Agraria y
De Lima, de donde partían a la Plaza San Martín. Hablo de una cochera en cuyo
ingreso ahora se ubica el negocio de venta de choripanes argentinos, vendidos
por una señora peruana, un joven colombiana y un patita que habla como
argentino. Pedí un choripán. “Jeremy” me llamó y le dije que había llegado al lugar y este me dijo que el choripán era
mucho más que esa estafa del Tip Top, entonces corté la llamada para poder
degustar del choripán sin las interferencias del asombro. El choripán estaba
muy bueno y si tuviera que ponerle nota, pues bien ganado su 6.5. La cochera
era grande y se podía fumar sin molestar a los demás comensales, además, tuve
curiosidad por reconocerlo bien, que suponía grande, pero no tanto.
Pagué el choripán y tomé un taxi en
Wilson. El chofer era un tío de cincuenta y pico y este escuchaba el Animals de Pink Floyd, que recién
acababa de programar en su USB. No se podía pedir más.
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