matsumoto excluyente
No puedo negar la satisfacción que
siento cada vez que descubro a un autor que me ofrece algo más que una buena
experiencia literaria, cuya epifanía o sensación de asombro/revelación se
mantiene aún tiempo después de su lectura. Por alguna extraña razón, razón
comentada a mis amigos cercanos, llevaba tiempo cargando una barrera emocional
con la literatura oriental, que me impedía apreciarla en la justicia que merece
su tradición. De esta tradición he leído lo que se tiene que leer, conozco sus
referentes históricos e inmediatos, pero jamás me ha generado ni una pequeña
muestra de admiración. Y lo peor, esta barrera emocional también ganaba terreno
también en el cine y las artes plásticas orientales.
O bien haría, para no sentirme menos, lo
que sugería Musil: los libros que abren puertas no tienen hora de llegada.
Y eso fue lo que hice. Durante años
esperé sin esperar el libro/película que me signifique una puerta de (re)ingreso
a la tradición oriental sin depender del afán de conocimiento, sino que mi
ingreso a ella vaya encausado en el placer estético pautado por el asombro.
Pues bien, tuve la suerte de que cayera
en mis manos una novela del japonés Seicho Matsumoto (1909 – 1992), El expreso de Tokio. Confieso que me
adentré en estas páginas a cuenta del género al que pertenece en principio, el
policial (al respecto, todo texto policial siempre generará en mí una preferencia
excluyente), además, también sirvió de motivación el hecho de que esta novela
haya sido publicada por entregas entre 1957 y 1958, es decir, haciendo uso de
los recursos del folletín decimonónico.
Al inició me pareció que estaría ante
una novela de asunto/argumento, en la que se emplearía un lenguaje por demás
funcional y con personajes configurados llamados a interactuar, como manda la
principal ley novelística. Pero no. No fue así. Es cierto, esta novela de
Matsumoto es un policial en todo sentido, pero es también mucho más y en esa
extensión genérica adquiere las dimensiones de una novela que nos habla de la
crisis existencial, producto de la soledad e inconformidad del hombre para con
su mundo de entonces (posguerra), y cuyo eco podría rastrearse y verse
potenciado en el hombre/mujer del mundo de hoy.
Matsumoto fue un trajinado periodista de
calle, de esos que iban a reportear y no como se practica hoy: reporteando bajo
la bendición de Google. Esto lo sentimos en los trazos descriptivos y en las
características físicas de sus protagonistas, como el viejo zorro policía
Jutaro Torigai, el subinspector policial Mihara, que van a la caza de las
razones del suicidio de Kenichi Sayama, subdirector del ministerio X, y su acompañante,
la camarera Toki. Los policiales se enfrentan en inicio a un suicidio en el que
se usó cianuro potásico, pero el olfato de este par de sabuesos los lleva a
indagar más allá de lo evidente. En este punto, los policiales exhiben y
complementan su cualidad mayor: la especulación y en este ejercicio, en el que
dudar es la sal, recrean en los indicios posibles situaciones que les permita
entender lo que realmente ocurrió con Sayama y Toki.
Como todos los narradores, los maestros
duchos específicamente, Matsumoto hace de lo imposible un asunto posible. Por
ejemplo, cuando sus protagonistas comienzan a indagar en los tiempos de salida
y llegada de los trenes de la estación de Kashii. Gracias a la experiencia de
su oficio, los minutos y segundos de llegada y salida de los trenes se
convierten en los protagonistas silentes de esta historia, al punto que el
lector no puede resistirse ante la tentación de hacer uso de este método de la
dupla Torigai-Mihara, porque en su aparente sinsentido vamos tejiendo lazos que
nos transportan a la médula de la crisis interna de Sayama. Matsumoto hace
partícipe al lector y este se entrega a la historia por medio de su espíritu
corrosivo y retorcido. Matsumoto
realiza una cirugía sin anestesia del infeliz Sayama. No hay secreto que valga:
todos tenemos algo de Sayama o bien somos Sayama, solo que no lo queremos
aceptar.
…
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