el legado narrativo de saul bellow
Enfrentarse a la narrativa norteamericana del siglo XX bien vale un
proyecto de vida. No importa qué vías se adopten al respecto. Podríamos pensar
en lecturas sistemáticas, también en las placenteras, motivadas por el mero
divertimento. En ambos casos ingresamos a un mundo signado por la exclusión, en
el que tiempo e interés se enfocan en una tradición o en la obra de alguno de
los autores que la conforman. No es para menos. Son muchas las razones que nos
llevan a barajar esta suerte de proyecto de vida, o programas de lecturas.
Obviamente, no todas las tradiciones narrativas pueden ostentar las cimas que
la norteamericana, al menos esta es la que se ha mostrado como la más imponente
durante el siglo pasado. Seguramente estamos cayendo en una valoración
apresurada, pero los libros de ficción que ha entregado son pruebas
irrefutables que nos permiten hacer esta especulación con síntomas de
aseveración.
Conocer la narrativa gringa, conocerla en serio y no de manera
salpicada, exige de fuerza de voluntad, la misma que nos permitirá profundizar
en los senderos que la conducen, destacando en ese ánimo el elemento que no
solo nutre a su literatura, sino también a toda su manifestación creativa, la tierra.
La tierra no solo como metáfora, concepto, sino también como la gran cantera,
en este caso literaria, que ha incentivado a cientos de escritores. Pensemos,
pues, en el poder de la tierra y pensemos también en la novela decimonónica y
comparemos las proezas narrativas que nos entregaron los rusos. Al vuelo, dos
novelas totales: Guerra y paz y Crimen y castigo. Como bien
señalan los entendidos, desde críticos literarios de la talla de James Wood a
narradores que han sabido conectar con el público lector, como señala Arturo
Pérez Reverte, el “Siglo XIX es el siglo de la novela”, siglo, nunca está demás
decir, en el que la novela rusa dominó sobre la francesa, y eso que al hablar
de esta, nos referimos a autores a los que debemos calificar de monstruos, titanes,
o como querramos en el entusiasmo de nuestra admiración. Balzac, Victor Hugo, Stendhal, Sue,
Flaubert, Dumas, de Maupassant, Chateaubriand, Colette,
Daudet, Huysmans, Verne, Zola... Nombres, que en su mención al vuelo, nos harían dudar de lo afirmado
líneas atrás, y que también pondrían en entredicho nuestra honestidad
literaria, porque hay que ser muy avezado para superponer una tradición a otra
cuando ambas tienen más que justos galardones para ser consideradas como las
tradiciones que terminaron por afianzar a la novela, que conoció de obras
fundacionales, pero que tenían como protagonista silenciosa a la tierra, esa
gran tierra-escenario sin cuya presencia no se hubiera escrito lo que se
escribió.
La narrativa gringa ha gozado y goza de una industria editorial
estable, hecho que ha contribuido a la formación de novelistas y cuentistas,
que hicieron suyos la forma estructural de la narrativa rusa y el afán
aventurero de la narrativa francesa, que se suman a su propia historia, por
decirlo de alguna manera, privilegiada para la ficción. De estas dos vertientes
se alimentó esta narrativa, que devino en una ambición totalitaria por recrear
la vida colectiva e individual. Tampoco fue ajena a la influencia de la
narrativa inglesa, de la que sustrajo el recurso del influjo psicológico en pos
de una radiografía de la consciencia, tal y como pudimos ver en las novelas de
Dickens. En otras palabras: esta tradición se sustenta en influencias
literarias palmarias y en una industria que afianza la confianza de cualquier
americano que desee dedicarse al oficio de la escritura de ficción.
Por ello, la narrativa norteamericana creció liberada de cotos
temáticos y económicos, principalmente a inicios del siglo XX; sin embargo, las
tradiciones narrativas europeas venían atravesando una natural etapa de
recomposición, de indagación no solo en la fertilidad de la historia, sino en
las posibilidades que sus exponentes podían encontrar en la misma esencia del
registro narrativo, explorando, a saber, en la plasticidad de la palabra.
Sumemos también que estas primeras décadas del siglo XX europeo se
caracterizaron por las guerras, información no menor si se tiene en cuenta que
las guerras no solo afectaron su curso literario, sino también a otras
vertientes artísticas. Los primeros cincuenta años del XX europeo fueron
complicados, la vida y el arte no podían ser ajenos a lo que venía sucediendo
en ciudades sitiadas y economías que se derrumbaban. Por esta razón, si hubo
algo bueno, heroico, que se pudo desarrollar en materia literaria,
específicamente en narrativa, haríamos bien en pensar en Los bruddenbrook
(1901) y La montaña mágica (1924) de Thomas Mann, obras maestras de la
novela, pero a la vez antinovelas que se salían del curso que signaba a la
novela europea hasta antes de los años de la guerra. Aunque estos ecos vendrían
a plasmarse en la segunda mitad del siglo pasado, con Mann se inauguró y
potenció, el discurso reflexivo sobre la condición existencial del individuo.
Lo que hizo el alemán fue reconfigurar, revisitar, la tradición alemana, pero
no la del discurso de ficción, sino la del discurso filosófico. Mann era una
gama de ecos que consiguieron traspasar su contexto inmediato y podríamos
pensar que escribió hacia el futuro de aquellos años marcados por la catástrofe
y la tragedia. Sé que esta aseveración puede sonar gratuita y, en ciertos
casos, provocadora, pero de los narradores europeos, primero los alemanes, y el
que se impuso en las luces del reconocimiento, Mann, quien de lejos se lleva
las palmas. Si lo cartografiamos en el contexto de la época de guerra y entre
guerras, se yergue también como el narrador europeo más influyente. No
olvidemos que fue Premio Nobel de Literatura 1929.
Pues bien, la característica excluyente que brindó una nueva mirada a
la narrativa estadounidense estuvo compuesta por los escritores que
emprendieron el éxodo hacia Europa, y en realidad fueron muchísimos los que
viajaron a Europa para lograr el sueño de convertirse en escritores, en
hechiceros de la palabra que anhelaban vivir y malvivir, especialmente, en
París, la ciudad en la que confluían las manifestaciones artísticas, cuya
historia y tradición sobrevivían a los embates de los bombardeos nazis. Una
ciudad imán, suerte de adicción, a la que no pocos decidieron hacer suya, pero
solo unos cuantos de todos ellos, como granos de arena que caen de una mano
empuñada, lograron destacar. A estos que sobrevivieron al filtro, que con los
años ejercieron un magisterio medular, en especial, en la novela de la segunda
mitad del siglo pasado, se les agrupó bajo el rótulo de la “generación
perdida”.
Es tan rica esta narrativa que con los títulos y autores que conforman
su galaxia canónica, como la que leemos por referencias ineludibles en la
experiencia formativa académica, bien puede darse por bien servida y
justificada. Nos basta con pensar en nombres como Faulkner, Dos Passos,
Fitzgerald, Hemingway, como para decir que su grado de resonancia se legitima,
directa o indirectamente, en la narrativa mundial de entonces y hacia hoy en
día. El legado de estos autores no conoce límites, no solo lo vemos en las
parcelas de la ficción, sino también en la llamada, últimamente, «no ficción»,
que no es más que registro de novela con voluntad de crónica. Gracias a estos
autores se abrió el abanico de posibilidades narrativas que se creía imposibles
emular o asimilar de artefactos narrativos como el Ulises de James
Joyce. Aquí pues radica la gran riqueza de la narrativa gringa, hizo posible
que se pueda escribir ficción sin necesidad de quedar acomplejados ante la
genialidad y el hechizo de novelas como las del irlandés. Por esta razón,
cuando se nos pregunta por la diferencia entre la narrativa de la “generación
perdida” y un monumento como el Ulises, solemos responder que los
primeros deconstruyen/desarman la genialidad de la poética joyceana y la ponen
al servicio de la masa de autores a los que solo les queda trabajar en la roca
de palabras.
Si revisamos los textos críticos sobre narrativa de aquellos años,
encontraremos un detalle muy recurrente: la fuerza y escuela que formaron los
autores de la “generación perdida” se proyectaba como la única vía, mismo
futuro próximo y a largo plazo, para lo que sería la narrativa de posguerra.
Ejemplo de ello lo podemos ver en las novelas de los narradores
latinoamericanos agrupados bajo el nombre del Boom, etiqueta comercial
adjudicada por agentes literarios, pero que más allá de ello, literariamente
refundaron la narrativa en español, no solo la de Latinoamérica, sino también
la que se escribía en España. Antes del Boom, la narrativa
latinoamericana arrastraba una prosodia anquilosada, castrada, provinciana,
deudora de costumbrismos regionales, pero que en los nombres, al menos los más
conocidos, de Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, revolucionaron,
al parecer para siempre, la narrativa escrita en español. Han pasado varias
décadas de aquella eclosión narrativa mundial y a la fecha, más de un ingenuo,
se pregunta qué es lo que pasa, por qué no nos podemos sacudir de aquel grado
de influencia y resonancia, cuando lo cierto es que ese grado de resonancia es
lo mejor que le ha podido ocurrir a la ficción escrita en castellano,
influencia que ahora es norma, lectura obligada para todo aquel que pretenda
dedicarse a la vocación literaria.
Somos testigos, pues, de la extensión del magisterio, hoy en día en
silencio implícito, de una de las manifestaciones artísticas más ricas que haya
podido ofrecer la cultura estadounidense en el siglo pasado y cuyos ecos, ahora
entre tanta moda narrativa, se resiste a desaparecer, pese a que no faltan
oligofrénicos que anuncian su caducidad, pero más allá de poses apofánticas que
delatan la carencia de lecturas, soy de la idea que la fuerza de la narrativa
norteamericana abandonará su magisterio silente para posicionarse en el lugar
que jamás ha dejado. La situación es muy sencilla: no se puede avanzar o
explorar otras nuevas formas de narrar si no se asimila bien el legado técnico
que nos dejó esta narrativa; la flacidez discursiva que la critica, tarde o
temprano, morirá en la falsedad de su entusiasmo.
Sin embargo, esta historia se enriquece en el cambio de mirada durante
la segunda mitad del siglo XX. Esta historia del pulso narrativo gringo mostró
otra radiación en sus décadas siguientes, en las que más de uno, con justa
razón, pensó que sería el derrotero por el transcurriría el flujo narrativo
tanto en cuento como en novela, empero ese flujo destacaba por un grado de
sensibilidad discursiva que todavía no alcanzaba una llegada a los lectores de
a pie. No es que la sensibilidad discursiva no haya logrado niveles de
excelencia, por el contrario, pensemos en el ya mencionado Mann, pero también
en Proust y Musil, estilo y reflexión en dimensión celestial, pero que
requerían y requieren de lectores cuajados para saber apreciar y asimilar la
potencia poética que ellos entregaron en sus proyectos novelísticos. ¿O es que
nos resulta fácil leer como si fueran proyectos narrativos “normales y
lineales” A la busca del tiempo perdido o El hombre sin atributos?
A la fecha, y nos aferramos a la verdad de la experiencia de la lectura,
resulta sumamente difícil ingresar a las sinuosas y espumosas corrientes de
agua de Proust y Musil. Para quien escribe estas líneas, se las tuvo que tomar
en serio y leer exclusivamente durante un verano, de 2004, aprovechando el
desempleo y con la ayuda de los ahorros, los siete tomos de Proust, experiencia
a todas luces gratificante, pero en la que se acabó con el corazón en la mano,
travesía en la que se puso a prueba el acervo de lecturas que ingenuamente
creía tener.
La sensibilidad narrativa, ese contacto que nos lleva a ser parte
desde las primeras líneas de una narración, que nos hace sentir que aquello que
nos cuentan también nos puede ocurrir a nosotros. Hablamos pues de un asombro
primerizo que no debemos perder en la lectura, un asombro afianzado en el libre
curso de la narración, sin las ayudas del efectismo estructural y temáticas excluyentes.
Esta sensibilidad narrativa, que en su sencillez era capaz de taladrar tanto al
lector más cuajado como al que no, la leímos hasta quedar sucumbidos en la
poética de ese monstruo llamado Saul Bellow.
Bellow, digámoslo de una vez, se adueñó de la narrativa gringa en la
segunda mitad del siglo XX. Cimentó una escuela de la que sigue siendo el
máximo referente hasta la fecha, pero hablamos de un referente generoso, porque
si no fuera por él, nos resultaría imposible entender la narrativa mundial de las
últimas décadas. Pero el valor de este titán no debemos asociarlo únicamente a
su grado de influencia, sino centrarlo en lo que su poética proyecta como
propuesta y cartografía literaria en sí misma. Y vaya que en esta segunda vía
estaríamos más que satisfechos, porque si algo podemos decir, aseverar, de su
poética, es que se nos presenta como la más diáfana para ser analizada y
estudiada. Bellow revolucionó la esencia básica de la transmisión, a través de
la compleja sencillez. Bellow escribía de todo, pero también de nada. Bellow
escribía de muchos, pero también de sí mismo, sin importarle mucho lo que la
empresa le podría deparar. Tras la lectura de sus libros acabamos rendidos,
pero en una rendición que descansa y se alimenta de la admiración, gracias a la
confluencia de sencillez y profundidad.
La poética de este autor estaba alejada del hálito moral que exudaban
las novelas existencialistas de Sartre y Camus, de cuyas sombras no podía estar
libre nadie que osara transitar por una corriente narrativa que no fuera la que
se venía practicando y que en el curso de pocos años, en Latinoamérica por
ejemplo, se llamaría “novela total”. Por ello, si encontramos un aliento libre
de afeites, ligado a la frescura, en la poética de Bellow, se debe a su
intención de no querer criticar absolutamente nada, una poética dedicada solo a
la representación, stendhaliana sin más, de la realidad que la circundaba,
portándose el autor como un caníbal de historias y de su propia vida.
Más de uno ha intentado hermanar su poética con la del irreverente
Henry Miller. Quizá podamos encontrar algunos lazos en común, pero sus
diferencias son descomunales. Miller era la queja, la indignación, la rabia y
la frustración, mientras que Bellow era la calma aparente, la furia ralentizada,
la mirada que cuestionaba sin llegar al estrépito, además, en Bellow se observa
un apego por el orden narrativo, algo de lo que sí adolecía el hacedor de los Trópicos.
Bellow nació en el seno de una familia judía de Quebec, Canadá, en
1915, empero, siempre se consideró un escritor norteamericano. A los nueve años
se trasladó con su familia a Chicago y desde adolescente dio muestras de que lo
suyo era la ficción. Bebió de la tradición literaria gringa, estudió
antropología en la universidad y su participación en la Segunda Guerra Mundial
resultó determinante para él como persona y escritor. En su calidad de soldado
raso en sitios ganados por los aliados, lejos de los frentes de batalla,
aprovechó para frecuentar las bibliotecas y leer a los maestros de la narrativa
europea en sus idiomas originales, lo que le supuso una conformación de su
canon personal, nutriéndose admirativamente del ritmo y la sensibilidad de Mann
y de la vena reflexiva de Musil, pero en lugar de mirar a la historia inmediata
como componente para sus ficciones de entonces, el joven Bellow, valiéndose de
ese canon personal construido en bibliotecas, se dedicó a mirar desde la
distancia a la tierra donde se crió y a escribir a partir de esa condición de
lejanía espacial y temporal.
La distancia como un elemento clave de su narrativa. En prácticamente
todos sus libros de ficción somos testigos de su apego por los recuerdos, en la
memoria emotiva como parcela fértil, que a lo que indicamos sobre la claridad y
sencillez de su prosa, le permitió a Bellow escribir de lo que sea, actitud que
no se resentía con la compleja estructura que plasmaba en algunas de sus
tramas. A Bellow no le interesaba denunciar, solo relatar su peripecia vital
transfigurada en sus personajes, como el recordado Joseph de El hombre en
suspenso, su primera novela publicada en 1944. Como toda primera novela,
asistimos a las inevitables fallas naturales, tan caras en incursiones
creativas iniciales, sin embargo, en ella se reflejó lo que ya venimos
señalando en cuanto a la trascendencia de la sensibilidad. La estructura de la
novela descansaba en el registro del diario, que tal y como se deduce de
entendidos como Enrique Vila-Matas en su genial Dietario voluble: el
diario nos aleja de la trama para volver a ella. En otras palabras, el carácter
elástico del diario le permitió a Bellow definir una mirada y una voz, que
refulgirían en agraciada plenitud en su tercera novela, la que lo consagró como
uno de los narradores más atendibles de Estados Unidos y le permitió ingresar
al panorama de la narrativa mundial, Las aventuras de Augie March (1953),
novela que a la fecha es considerada entre las mejores cien novelas en inglés
del siglo XX.
Bellow la escribió durante una prolongada estancia en París. En ella,
su personaje Augie, suerte de versión transmutada de Quijote y Lazarillo, que
recorre las calles de Chicago con el único fin de sobrevivir, pero en vez de
hacerlo trágicamente, lleva a cabo esta supervivencia valiéndose de una
sabiduría popular premunida de ironía y humor. Estamos en los años de la Gran
Depresión y Augie necesita salir adelante, pero sabemos también que sus gestas
diarias no lo llevarán a buen puerto. Pero saber si logrará sobrevivir no es lo
que importa, sino lo que le ocurre en esa suerte de lucha festiva representada
en Augie, de quien años después Bellow declararía tanto que era él, como que
no. Augie, al igual que su hacedor, iba tras el descubrimiento de una
identidad, en la que se imponía el recurrente cuestionamiento de la identidad
judía, así como hacia una autoformación que no solo le serviría para imponerse
a una cruda realidad, sino también en su interacción, la comprensión y
conocimiento del otro. Si sometemos la novela a una lectura alegórica o
simbólica, Bellow apostaba por el individualismo, por una fuerza interna que
motive y, finalmente, justifique a sus personajes, sin necesidad de un discurso
mayor con fines aleccionadores.
A partir de este éxito, su obra
experimentó una espiral ascendente. El prestigio había llegado, como también
las discusiones sobre su obra. A la par de esta inevitable vida literaria,
Bellow se dedicó a la enseñanza en Barth College, experiencia que le serviría
de inspiración para una de sus novelas más brutales y conocidas, Herzog,
de 1964, pero antes de ella, afinó su prosa en novelas de mediano aliento como Carpe
Diem de 1956 y Henderson, el rey de la lluvia de 1959, novelas en
las que atizó el humor y la ironía, con personajes que lo dan todo en pos de
sus objetivos, pero sin tomarse tan en serio; había pues una actitud relativamente
displicente en ellos, provocadores por demás, pero leales a sus principios sin
dañar a nadie en el cumplimiento de los mismos. Tras estas dos novelas nos
topamos con un Bellow recargado de narrativa y con la intención de situarse
como el escritor norteamericano más importante. La crítica se rendía a sus pies
y su popularidad con los lectores lo ponía a la par, en cuanto a ventas, con
los más experimentados hacedores de best sellers. Diez años antes había
entregado una obra maestra y ahora se manifestaba con otra, Herzog,
quizá la que cimentó aún más la fama de Bellow, novela en la que abordó un
tópico en el que muchos han fracasado y en el que solo los grandes han sabido
destacar. El adulterio. La experiencia que sumió a Bellow en la depresión y
rabia, canalizada, principalmente, en el registro epistolar por el que
trasuntan las cuitas del personaje que da título a la novela. No dejemos de
tener en cuenta que Las aventuras… se inscribe en el registro del
diario, es decir, nuestro autor exhibía un apego por registros que le
posibilitaran el despliegue de sus personajes en las más exacerbadas
subjetividades.
Herzog es pues un hombre que ha fracasado como tal, en todos los
niveles de su vida, la mediocridad ha sido su marca de agua, entonces, por
medio del epistolario, encuentra la vía por la que podría hallar una
justificación para su vida. A diferencia de sus otras novelas, aquí encontramos
contadas cuotas de humor, pero esto poco o nada importa, ya que lo que consigue
Bellow es ofrecernos una radiografía del hastío. Más de uno ha calificado a la
novela como una de corte existencialista, pero no, no hay existencialismo en
estas páginas, sino autocrítica que no aspira a moralizar, solo a describir.
Bellow ya era el Escritor. A partir de esta situación, Bellow refuerza la actitud
que alimentaría a sus cuentos y ensayos, en los que sí accedemos a un autor más
frontal, sin apelar a la frondosidad digresiva de la ficción. Si bien es cierto
que Bellow mostró una alta calidad en sus cuentos, estos languidecen ante el
poder de largo alcance de sus novelas; en ensayo o no ficción, se erigió como
un autor sumamente polémico, abiertamente a favor de la literatura en inglés en
comparación con las literaturas en otros idiomas, cuestionándolas gratuitamente
por no contar con los nombres que aquella sí ostenta. Esta postura le generó no
pocos enemigos en el mundo cultural, pero Bellow había llegado a un estado de
intocabilidad, a tal punto que podía opinar de lo que le viniera en gana sin
que nada le ocurriese.
Si con lo escrito ya había asegurado un sitial preponderante en la
narrativa mundial, en especial en la década de los setenta, en la que si se
hablaba del Narrador, se debía pensar en Bellow. La historia narrativa nos ha
mostrado más de un caso de escritor consagrado, que al saber el sitial de su
obra, opta por el piloto automático en la escritura, o sea, escribiendo y
publicando obras menores, pero que exhibieran sus reconocidos rasgos
narrativos. Ese no fue el caso de nuestro escritor. Bellow quiso pasar a la
posteridad como uno de los más grandes escritores del siglo XX.
Y vaya que lo consiguió.
El año 1975 le fue inolvidable porque publicó su obra maestra, la summa
de todas sus cualidades, la cantera de todas sus obsesiones, la altura
celestial de su estilo y el mejor ejemplo de lo que podía hacer en complejidad
estructural. Nos referimos a El legado de Humboldt. Novelón por donde se
le mire. Son varias las lecturas que motiva esta proeza, siendo la de la
relación entre la vida y la literatura los factores que sostienen su estructura
difícil, pero que en el oficio de este genial narrador, quedan en segundo
plano, porque lo que Bellow nos cuenta por medio de su protagonista, el joven
escritor Charlie Citrine y la relación de este con su amigo el trajinado poeta
Humboldt von Fleischer, sensibilidades individuales y complementarias en las
que Citrine pone en entredicho lo conseguido como escritor, como literato, como
hombre de familia, bajo la sombra del ánimo literario que ha conducido sus
vidas, es el éxito del primero y el continuo fracaso del segundo, quien como
última voluntad le deja un legado al joven que atraviesa por un axiomático
punto muerto de su existencia, en el que sus logros literarios, su vida
académica, su relación sentimental y lo que él piensa de sí mismo, están a nada
de acabar con él. Este legado le sirve a Citrine para que encuentre su esquina
del alma, el entendimiento sensorial de su vida que ha cursado un constante
cúmulo de errores de los que se da cuenta tras la muerte de quien fuera su
mejor amigo. Citrine se justifica y se encuentra pensando en Humboldt y esta
empresa no necesariamente significa la redención para él.
1976 fue otro año inolvidable para Saul Bellow, pues El legado de
Humboldt obtuvo el premio Pulitzer y a él se le concedió el Nobel de
Literatura. Es cierto que han sido más los desaciertos de la academia sueca al
conceder su galardón en literatura. Absolutamente nadie puso en entredicho que
se le haya otorgado a Bellow, puesto que se le entregó a un autor que no vivía
de la obra ya hecha, sino a uno que seguía en sus plenas facultades creativas.
Además, los años han arrojado otra impresión: El Nobel no benefició a Bellow,
por el contrario, fue Bellow quien benefició al Nobel. Es decir, con Nobel o
sin él, nuestro escritor ya ha quedado en los anales de la narrativa como el
mayor narrador en lengua inglesa de la segunda mitad del siglo XX.
Si repasamos nuestros faros de influencia, sea como lectores o
escritores, se tiene a Bellow como el mayor, y como se dijo, nadie puede
considerarse lector de novelas, mucho menos escritor, si no ha frecuentado sus
libros. Como todo suele ocurrir en el mundo de hoy, no nos sorprende que haya
lectores y escritores que solo lo conozcan como una suerte de referencia
canónica a la que habría que leer más adelante. Pues bien, poéticas como las de
Philip Roth, Bernard Malamud, Norman Mailer, Allen Ginsberg y E. L. Doctorow,
que tanto vienen alimentando a la novelística y cuentística de entre siglos,
por las que no pocos llevan a cabo devociones condimentadas de la religiosidad
de la literatosis, no tendrían razón de ser sin la influencia de Bellow. Bellow
escribió de sí mismo, sin actitud ceremonial, sin creérsela, en testimonio de
absoluta libertad creativa, aprendiendo a mirar y escuchar, cualidades que un
narrador como él las tuvo y de las que sacó provecho.
…
Publicado en SB / Revista Lucerna 9
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