caminar
A razón de un artículo a presentar, me
encuentro releyendo a Iain Sinclair, tanto La
ciudad de las desapariciones y American
Smoke. Obviamente, sugiero su lectura a los que aún no hayan tenido la
oportunidad de leerlo. Lo que llama mi atención del autor es su mirada,
reposada, fría y atenta al detalle. Se ha hablado mucho, y con razón, de la
radiación de su prosa, y no es para menos, pero nos preguntamos también cuánto
le debe su prosa a la mirada. Esta pregunta resulta pertinente en estos tiempos,
en los que el escritor promedio (y no solo me refiero al escritor peruano (¿por
qué los defectos de percepción los asumimos como patrimonio nacional?), hablo
pues, de certezas, no de impresiones) anda entregado más al hueveo efectista
que a la caza de la epifanía de las pequeñas cosas, los pequeños
acontecimientos que ocurren frente a nosotros, por lo general, diariamente. No
es para menos, tanto el escritor como el artista dejaron de ser tales para
convertirse en actores de sí mismos, en esclavos felices de la imagen que les
confiere la nomenclatura. Cada día estoy más convencido del daño de la
nomenclatura en aquellos que creen ser lo que imaginan que son.
Entonces, detengo la lectura y hago lo
que me gusta, y lo que gusta también a Sinclair: caminar. Caminar sin rumbo
fijo, de paso, vuelvo sobre algunas ideas y reflexiono sobre algunos actos,
como ese que amigos cercanos
señalaron como prueba irrefutable de mi gran corazón, pero gran corazón no creo
tener, y si así fuera, pues muy bien. Imposible no pensar en un amigo, editor
de una revista, designémosla, de combate. A este amigo lo puse contra la pared
y lo convencí de no publicar una denuncia contra un editor que se alucina
intocable, proyectando por la vida y las redes sociales una imagen de hombre
abnegado. A mi amigo de la revista le dije que no era pertinente hacer pública
la denuncia, porque el afectado de la estafa no estaba dispuesto a ratificar
que le robaron más de tres mil euros, bajo promesa de una edición pulcra de su
nuevo poemario. Y este poeta no dirá nada, y pienso a veces cómo sería habitar
en su mente, seguramente bajo los cuidados de la atmósfera zen, en paz con
medio mundo así te cabeceen con dinero. Mas su silencio sobre la estafa obedece
a las prácticas cuestionables de una amorfa pequeña bestia, quien lo convenció
de no brindar testimonio, que hubiese servido como fuente de primera mano. La amorfa
pequeña bestia cuida de la imagen de su siamés, el editor que ha hecho de las
suyas una vez más. Ya les caerá, pronto, con nombre y apellido, como suele ser
mi costumbre.
No sé cuántas cuadras he caminado,
volteo la mirada y son varios kilómetros recorridos. Pero no me siento cansado,
aunque sí tengo algo de sed. Entonces, busco una tienda o un Minimarket, quizá
sea la necesidad de agua lo que me haya hecho alucinar sobre las estafas tan
características de nuestro circuito literario. Por ello, todo lo pensado es
falso, ya sea la pequeña bestia amorfa, su pata el editor sinverguenza y el
buen poeta en estado zen. Lo único real es el artículo que debo terminar sobre
Sinclair.
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