Gregorio Martínez, la carnalidad de la prosa
La partida de Gregorio Martínez viene
confirmar, una vez más, el inminente relevo en el que se encuentra la narrativa
peruana. No estamos en un relevo natural, sino ante uno forzado e inesperado,
manifestado en una seguidilla de ausencias de nombres medulares para la
tradición narrativa de los últimos
cuarenta años. En el caso de Martínez, se trataba de un autor de quien no
sabíamos mucho, bueno, sabíamos lo que teníamos que saber de él: era dueño de
una obra muy apreciada. Como ya se viene indicando en medios, uno de los mayores
logros del autor fue convertir en experiencia literaria la oralidad afroperuana
de la costa. Sin embargo, lo que siempre me gustó de él fue su administración
de la mirada vital, el talento para escribir y la erudición, que en su
confluencia nos convirtieron en agasajados partícipes de una naturalidad
discursiva que descansaba en la verdad de la transmisión.
Sin duda, y en toda justicia, muchos
escritores que lo conocieron darán cuenta de sus dotes humanas. Ante ello,
prefiero repasar lo que pensaba/pienso de Martínez y su obra, porque al igual
que yo, son muchos los que llegamos a saber de sus libros mediante la
recomendación de terceros. Tampoco hablamos de un autor marginal, porque se podía
estar informado sobre sus publicaciones ya sea por diarios y revistas.
Para un entonces joven lector interesado
en narrativa peruana, había transitar por caminos seguros, partiendo de los autores
canónicos e ingresar sin sentimientos culposos a los autores que podían exhibir
una proyección. Supe de Gregorio Martínez gracias a una referencia que hizo
Antonio Gálvez Ronceros en el Taller de Narrativa que dirigía en San Marcos.
Aquella noche, tras leer el cuento de un aspirante a escritor, GR le sugirió
que leyera el cuentario Tierra de
caléndula. No sé si el aspirante hizo suyo el consejo, pero yo sí, puesto
que en esos años noventeros apuntaba todas las referencias bibliográficas
posibles y me lanzaba a la cacería de ellas. No fue difícil leer ese libro,
porque lo pedí prestado de una biblioteca que se respetaba como tal.
A partir de entonces, pasé a recorrer su
bibliografía, que no era extensa. A saber, leí La gloria del piturrín y otros cuentos del amor, Crónica de músicos y diablos y Canto de sirena. Tras estas lecturas, supe
que Martínez no sería una referencia a seguir en mi condición de indeciso interesado
en la escritura. No quiero decir que no conectara con su poética, por el
contrario, me sentía muy atraído por ella a razón de su sabiduría y su pulsión
vital, esa suerte de celebración del erotismo en la esencia de la prosa. Me di
cuenta de que Martínez no sería un autor del que pudiera aprovechar un
magisterio narrativo, pero poco o nada me importaba el magisterio a fin de
cuentas. Me bastaba y sobraba con leerlo para llegar al estado orgásmico de la
lectura.
Años después leí Biblia de Huarango, Cuatro
cuentos eróticos de Acarí, Libros de
los espejos. Siete ensayos al filo del catre y Abracadabra. Tanto la ficción y la ensayística de Martínez
compartían varios elementos en común, no detectaba divorcios temáticos, ni
variaciones de estilo, y más de una vez barajé la remota sospecha de que el
cambio de registro venía avalado por la manera en que las editoriales
presentaban sus libros. Por ello, lo que siempre he creído es que Martínez no
estaba del todo preocupado por los registros a abordar, entonces se deduce que
lo suyo era la carnalidad de la prosa. Esto nos permite explicarnos la calidad
de su literatura hasta en sus contados títulos irregulares.
Por otra parte, Martínez se me presentaba
como un autor de armas tomar. Recuerdo sus intervenciones en la sonada polémica
entre escritores andinos y criollos, también en los encendidos comentarios que
suscitó la publicación de su Copé de Ensayo Abracadabra.
A estas alturas, no quiero detallar si Martínez tuvo o no razón en estas
batallas discursivas, pero había que ser de piedra o carecer de alma para no
haberse sentido tocado por su jodida
lengua de acero, cargada de barrio, ironía, humor corrosivo e inteligencia.
Martínez mereció más reconocimiento, es
decir, su obra no tenía sentido alguno en el estrecho círculo de conocedores
que la condenaron a las miradas antropológicas y sociológicas. En un circuito
cultural normal, Martínez hubiese
sido un clásico, cuyos cuentos y leyendas formarían parte del imaginario
popular, imaginario que no necesariamente debía conocer sus señas personales. Este
habría sido el mayor reconocimiento para Martínez.
Y siguiendo la idea expuesta en el primer
párrafo, la muerte de nuestro autor vuelve a poner en alto relieve al Grupo
Narración, como cantera política, ideológica y literaria. Crucemos información,
veamos sus nombres, leamos sus títulos y juzguemos. Si Narración es lo mejor
que le ha pasado a la narrativa peruana contemporánea, se debe a los proyectos
narrativos de sus integrantes, pensemos en Oswaldo Reynoso y Miguel Gutiérrez, y
ahora en Gregorio Martínez.
…
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