lluvia
Me desentendí del mundo virtual ayer
martes. Pasé toda la tarde en la hemeroteca de la BNP. De allí, golpe de siete
de la noche, me dirigí al Cineplanet de San Borja para ver La hora final, película de la que venía escuchando y leyendo polarizados
comentarios. Mi idea, en principio, era ver el trabajo de Mendoza y empalmar
luego con It, la adaptación de la
mastodóntica novela de Stephen King. Sin embargo, a medida que caminaba a La
Rambla, notaba que las calles iban quedando vacías a causa de una incansable lluvia,
que viene manifestándose desde hace varios días a esas horas, conocidas como “hora
punta”. Me gustó esa sensación, no solo porque me gustan la lluvia y el frío,
sino porque permiten que las calles queden libres de personas.
Llegué al centro comercial y subí por la
escalera eléctrica. Mi intención era llegar
cuanto antes y comprar mi entrada para la función de las ocho. De
salirme todo bien, tendría tiempo para tomarme un café y revisar tranquilo mis
correos y mensajes de Inbox. Algo intuía, desde que lancé mi reseña sobre el
libro que reúne los cuentos de Pilar Dughi, que esta iba a generar opiniones
encontradas. Saqué mi entrada y fui tras un café. Me acomodé en la silla y revisé
lo que tenía que revisar. Entre los mensajes recibidos, un amigo me comunicó
que las feministas me estaban fusilando. Entré pues a mi cuenta de Facebook y
vi los comentarios que incidían en el texto previo a la reseña en sí. Sobre la
reseña no había mucho que objetar, traté de brindar un panorama de las
características que identificaron el proceso narrativo en la cuentística de
Dughi, destacando cimas y señalando bemoles.
Lo que uno escribe no puede agradar a
todos, pero siempre es saludable la discrepancia. Sin discrepancia argumentada,
no hay polémica fructífera. En lo personal, prefiero la discrepancia a la
intolerancia a la opinión contraria (muy de redes sociales). Cuando la
intolerancia pauta un potencial cruce de opiniones, opto por lo mejor, lo
correcto: no entrar en ese vicioso círculo discursivo.
Salí de mis cuentas virtuales y terminé
el café. Bastó levantar la cabeza para ser testigo del considerable vacío que
ahora se apoderaba del centro comercial. Caminé hacia la sala en la que iba a
proyectarse la película. No era la última función y me extrañó la poca gente
que había en la fila. En realidad, no era necesario formar parte de una para
entrar. Entonces, celebré la situación, que me presentaba un posible milagro:
poca gente, es decir, no muchos se atreverían a usar los móviles en plena
proyección, el mal gusto y la deseducación como costumbre.
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