pelícano
El martes, pocas horas después del
partido de fútbol entre las selecciones de Ecuador y Perú, me enteré por las
redes sociales de la muerte de Javier, “El pelícano”, como se le conocía,
aunque muchos otros se referían a él como “El jipi”.
Algunas veces me he referido a él en
este blog, siempre como uno de los mayores conocedores de música que haya podido
conocer, en especial de rock.
Javier no solo era enciclopedia musical,
también testimonio e historia. Fue protagonista de los procesos sociales
ochenteros y noventeros, teniendo como base de operaciones el Centro Histórico.
Por eso, una vez pasada aquella etapa inevitable, nadie podía venirle con
versos sobre lo que en realidad había sido la movida subte y la tardía
efervescencia punk. Mientras muchos estaban de ida, “El pelícano” estaba de
regreso y sin ganas de pedir paternidad alguna, por la sencilla razón de que no
le interesaban esas huevadas.
Lo conocí a fines de los noventa, en el
entonces recién inaugurado Boulevard Quilca. Su stand era el número 13 y desde
allí continuó la labor comenzada años antes en La Colmena. Su vida era la
música y vivía recomendándola. En el acto de recomendar quedaba expresada su
generosidad. Por ejemplo, no solo te hablaba de la música de Lou Reed, sino
también te explicada por qué durante una época el músico usaba vestimenta de
color negro. Había en “El pelícano” una filosofía musical y cada sol que ganó,
sea poco o mucho, estaba más que justificado en su conocimiento.
A diferencia de los mercachifles de la
música, Javier se distinguía de lejos. Javier no tenía clientes, sino amigos,
conocidos y silenciosos discípulos. Y supe también, gracias a lo que amigos y
conocidos me decían de él, que tenía las palabras precisas de ánimo y crítica
para todo aquel que las necesitara.
¿Romántico? Por supuesto. “El pelícano”
era un idealista de la vida, aunque seamos precisos: era un amante de la
conversa. La última vez que lo vi, hace dos años, me dijo que estaba muy mal de
salud. Estaba de paso por Quilca, conversamos buen rato y lo embarqué en su
paradero, en Alfonso Ugarte. Los años no habían pasado en vano y mientras
caminábamos, me resultó imposible no recordar esos años de fines de los
noventa, convulsos e impregnados de una sensación de incertidumbre ante lo que
podría venir con un tercer gobierno de Fujimori. No fui el único que iba a
buscarlo, así sea antes o después de las protestas, no necesariamente para
comprarle música.
Gente como Javier justificaba la visita
a las calles del Centro Histórico. Hizo lo que pocos: dejar un buen recuerdo en
quienes lo conocieron.
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