"una dama extraviada"
No son pocos los que consideran a la
tradición narrativa norteamericana como la que marcó la pauta en influencia
durante el siglo XX, cuyos ecos aún pueden sentirse en lo que va del presente
siglo. Esta consideración podría resultar enojosa para algunos, puesto que
también contamos con otras tradiciones narrativas que también han marcado un
sendero estilístico y temático del que siguen nutriéndose, a la fecha, cientos
de escritores y lectores. Pero en lo que se diferencia la narrativa
norteamericana es que no solo depende de sus grandes nombres para imponerse
como la capitana en cuento y novela. Las explicaciones a esta realidad podrían
ser variadas, partiendo de la geografía (en este aspecto podríamos hermanarla
con la narrativa rusa, que se nutre del concepto del poder y magnitud de la tierra)
al desarrollo de una industria editorial que ha motivado y motiva a no pocos a
considerar el ejercicio de la escritura de ficción como un modo de vida.
Una ligera mirada a los nombres
medulares de esta tradición nos lleva a afirmar que sí tiene gigantes, pensemos
en Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Fitzgerald, Wolfe, Goyen, Malamud, Bellow,
Updike, Barth, Gaddis, Gass, Oates, McCarthy, DeLillo…, la lista podría seguir
creciendo hasta dejarnos pasmados ante tanta estrella literaria. Y eso que no
hablamos de las voces de los últimos veinte años, como Palahniuk, Eugenides,
Foster Wallace, Lethem, Eggers y Vollmann.
Entre tantas plumas de peso, es lógico y
entendible que se pierdan voces que no han llegado a ser del todo conocidas por
los lectores. Por ello, celebremos los rescates de las mismas, rescates que
poco a poco comienzan a instalarse en el imaginario del lector interesado.
Pienso en Willa Cather, narradora especial, de prosa adictiva, de quien
podríamos decir que fue una mujer adelantada para su época en cuanto al
espíritu independiente que asumiría la mujer a comienzos de la segunda mitad
del siglo anterior. A saber, cuando estudió en la Universidad de Nebraska, lo
hizo bajo el nombre de William Cather y siempre asistió a las clases vestida
como hombre. Pero bueno, estos son datos que condimentan una posible leyenda de
la escritora. Lo que nos debe interesar, sí, es la seguidilla de rescates de
sus títulos, que nos descubren a una voz entregada a la desazón emocional y
temblor psíquico que percibimos novelas como Una dama extraviada (Alba, 2012), publicada en 1923.
Una palabra para definirla: deliciosa
novela corta que se lee en una sola sentada. En la brevedad, Cather cuenta
mucho. Nos pone en primer plano el paulatino progreso del oeste gringo
entregado a la dominación de los ferrocarriles. La protagonista, Marianne
Forrester, esposa de un magnate del ferrocarril, tiene muy definidos sus
objetivos. Se porta como lo que es, una dama posicionada. En paralelo al andar
de Forrester, encontramos a Niel Herbert, un joven admirado por la vida de los
Forrester y testigo de primera fila del derrumbamiento de la bonanza y progreso
de la industria de los caballos de acero. Cather relata la pérdida de los lujos
que rodeaban a Marianne, que, para más desgracia, enviuda, y la enajenación de
Herbert por ella. Cather pincela las situaciones y conocedora de los rigores de
la novela corta, no hay palabra alguna que sobre o falte. Sin embargo, lo que
prevalece en la autora es la poesía árida que sustenta su estilo lacónico, una
poesía con sabor a tierra y roca, como en su momento hemos visto cuando leíamos
a James M. Cain en El cartero llama dos
veces y las novelas de McCarthy. No me extrañaría para nada que haya sido
una influencia en estilo para el autor de Meridiano
de sangre. Ajá, palabras mayores.
Cather se yergue como una maestra de la
cirugía emocional y una denunciante de la doble moral. Además, a medida que
conocemos a Marianne y a despreciables personajes como Ivy Peters, accedemos en
toda su plenitud al tópico que marca el curso de la novela: la importancia de
las apariencias, en cómo nos ven los demás.
Dos años después de la publicación de la
novela, Fitzgerald publica El gran Gatzby
y le escribe una carta a Cather, a quien le expone su temor por las
“similitudes entre ambas novelas”. Fitzgerald estaba muy preocupado de que se
le acuse de plagio. Cather le responde al cabo de unas semanas y le dice que no
se preocupe, porque no hay nada que temer. Lo que Fitzgerald no sabía aún y
Cather sí, es que la apariencia, o llámese también arribismo, sería el Tópico
no solo de la narrativa gringa, sino también de su cine y su teatro, hasta
1950.
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