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Aunque no era mi idea salir ayer
viernes, día en que pensaba dedicarme a terminar algunos textos que me estaba
teniendo muy cabezón, tuve que salir a cumplir algunas gestiones. A fin de
cuentas, no me quejo, porque me reencontré con algunos amigos a los que nos
veía en muchísimos meses.
Cerca de las seis de la tarde llego a la
Plaza Mayor. La algarabía amenazaba con seguir creciendo porque se había
colocado en el frontis de la Municipalidad de Lima un escenario con un par de
pantallas gigantes en los que se proyectaría el Perú-Colombia. De a pocos la
gente llenaba la plaza y me abrí paso entre ella, lo más rápido que pude antes
de verme obligado a darme un vueltón para llegar al Virrey de Lima. Hice lo que
tuve que hacer en la librería, que cada día la veo más bonita, aunque decirlo
es una obviedad porque fácil es la más bonita del país, y en esta apreciación
seguramente coincidirá más de uno.
Se supone que regresaría a casa. Estaba
entre tomar un taxi en hora punta o quedarme en la plaza y ver el partido. Pero
no hice ninguna de las dos cosas, porque, en un arranque ajeno a la pasión
futbolera, decidí ir a la biblioteca del ICPNA y renovar mi carné de usuario,
motivado sí por su excelente sección de poesía gringa que ocupan más de doce
anaqueles. Conozco esa sección y no sé si logre leer todos los títulos de esos
anaqueles, pero algo leeré. Además, se trata de un ambiente que frecuenté mucho
entre siglos (fines de 90 e inicios de los 2000), cuando hacía mi vida
prácticamente en las entonces sucias calles del centro, pero mucho más vitales
que la frivolidad bullera de ahora. La renovación la hice al toque y tuve
oportunidad de sacar dos libros a préstamo.
Ahora sí, a casa, me decía. Pero mi
celular comienza a vibrar. Era Abelardo, mi pata librero de Amazonas, “el
metalero fanático de Air Supply”, pero amigo de años ante todo. Me pregunta por
dónde iba, su tonito de confianza, como si nos hubiésemos visto el día anterior
cuando lo cierto es que nos veíamos en poco menos de un año. Le dije que estaba
por el centro y le pregunté si verían el partido en su stand, y me dijo que sí,
su gente estaba reunida para ver el partido. Entonces, compré una cajetilla de
Pall Mall rojo y caminé tranquilo hasta Amazonas.
Vimos el partido y también aproveché para
ver las cosas que tenía en sus estantes. Conversé también con el buen Armando,
que trabaja con Abelardo. Armando, quizá uno de los mayores conocedores de la
tradición poética peruana, me comentaba del sancochado oculto del representante
de futbolistas Carlos Delgado, “ajá, ese mismo, el del escándalo”. Puta, me
costó saber a qué se refería, pero cuando lo supe ya estábamos en el chifa Ye
en el Rímac, a dos cuadras del Puente Trujillo. El chifa, para más señas,
paraba lleno, demasiado en comparación a los otros chifas del pasaje empedrado.
No era para menos, ni muy caro, ni barato, el precio justo para platos muy bien
servidos y con sabor a chifa. De esta manera, el buen Abelardo pagaba el chifa
del viernes, se ponía al día porque la última vez fui yo quien lo invitó y
ahora sé que no volverán a pasar tantos meses para recuperar esa costumbre que
tenemos desde hace más de quince años.
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