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Después de una sana desconexión, con
algo de sueño previo al duchazo de la mañana, abro mi correo electrónico y me
topo con un mail que me deja perplejo.
Hace algunas semanas falleció un amigo que
escribía y al que quería mucho y este también me quería a mí. Como su muerte me
cogió de sorpresa, y como no tenía más que el número de teléfono fijo y su
mail, que sabía que revisaba su mujer, le escribí a ella, haciéndole sentir mi
pesar y diciéndole que contara conmigo para lo que guste. Obviamente, ese mail
era solo el primer paso, porque a las horas de enviarlo fui al velorio para
despedirme de él, verlo por última vez y pensar que no estaba muerto, sino
durmiendo. En esos segundos lo recordardé tal y como era, sin endiosarlo, y
quedarme con lo mejor que tenía, indefectiblemente, con su pasión por la
lectura, puesto que esta pasión hizo de él el narrador que fue, más un
compromiso político e ideológico pautado por la coherencia, así nos gustara o
no.
Como no me gustan los velorios, esa
suerte de reuniones sociales, dispuse a irme, no sin antes abrazar a la mujer
de mi amigo y decirle que contara conmigo; además, le di algunas sugerencias de
cara a los próximos días, esos días que en su aparente tranquilidad encierran
la violencia brutal de la ausencia del ser querido en medio de la rutina.
No supe de la mujer de mi amigo hasta
esta mañana, que recibí su mail de respuesta.
Sin duda, voy a responderle el mail.
Pero su respuesta, apartándome de su pesar por su compañero, me hace pensar en
algo que no se viene diciendo, aunque seguramente se dirá en los próximos días,
en ese mediano plazo que nos presentará una realidad no menos que brutal: la
ausencia de este amigo que escribía para el panorama de la narrativa peruana contemporánea.
Es decir, su actitud literaria es la que debería buscar todo aquel que sienta
una pulsión por la letra impresa: leer y escribir, lo que interesa, lo demás,
ser escritor, es solo una mera consecuencia. Este amigo era pues el anti
escritor. Mientras menos se mostraba, sus libros hablaban por él.
Hace algunas semanas, mientras caminaba
con José Carlos, un amigo que escribe y publica, le comenté que aún no nos
hemos dado cuenta de la verdadera resonancia de la muerte de Miguel, del
agujero negro al que ingresa la narrativa peruana sin él. O sea, no lo vamos a
negar: tenemos en nuestra narrativa otras voces mayores, pero en Miguel había
un proyecto de novela, una actitud balzaciana por querer relatar la vida
peruana, una actitud literaria alejada de la vida literaria. Mi amigo se quedó
pensando y al cabo de muchos minutos me dio la razón: sin Miguel, la narrativa
ha ingresado a un agujero negro.
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