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A sugerencia de ND, me reencontré con una
película de Ridley Scott, la clásica Blade
Runner, basada en la novela ¿Sueñan
los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick.
La última vez que la vi fue hace no más
de cuatro años, pero no tengo muy presente esa ocasión, sino la tarde noche de
domingo de mayo de 1996, que la vi por primera vez en la Filmoteca, cuando la
Filmoteca era tal y no esa huevada elitista en que se ha convertido. Entonces,
ver BR, sin pensar que al final de la
emisión tu cerebro quedaría preñado de conceptos, y salir con ese laberinto
conceptual al Parque de la Exposición, sin los afeites modernos de hoy, sino
abierto, sucio y peligroso, recorriéndolo en su camino más largo, fumando un
pucho, como que la situación adquiría otro grado de esencialidad (¿existe esta
palabra?, la verdad que no me interesa si en caso no), un peso mayor,
sensorial, que acompañaba a la gran bomba de tiempo en que se había convertido
tu mente.
BR no me gusta
siempre, y ese detalle es lo que me une más a la película. Por momentos pienso
que se abusa de su carga conceptual, su ritmo ralentizado también es un
obstáculo, aunque esto se evita con buen sueño y una buena taza de café y
apagando el celular. Pero una de las cualidades que se impone en BR, es su fotografía, la fotografía a
manera de protagonista, ni estelar ni de reparto, sino espiritual, que no se
resiente en ninguna escena, la que se ha vuelto en otro de sus puntos de
destello, más contemplativo pero que viene exhibiendo una especie de
magisterio, es decir, con la fotografía de BR
se reforzó lo que antes era solo privilegio de conocedores, ampliando el
imaginario hacia todo aquel que quisiera expandir la experiencia sensorial.
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