jueves, noviembre 03, 2016

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A sugerencia de ND, me reencontré con una película de Ridley Scott, la clásica Blade Runner, basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick.
La última vez que la vi fue hace no más de cuatro años, pero no tengo muy presente esa ocasión, sino la tarde noche de domingo de mayo de 1996, que la vi por primera vez en la Filmoteca, cuando la Filmoteca era tal y no esa huevada elitista en que se ha convertido. Entonces, ver BR, sin pensar que al final de la emisión tu cerebro quedaría preñado de conceptos, y salir con ese laberinto conceptual al Parque de la Exposición, sin los afeites modernos de hoy, sino abierto, sucio y peligroso, recorriéndolo en su camino más largo, fumando un pucho, como que la situación adquiría otro grado de esencialidad (¿existe esta palabra?, la verdad que no me interesa si en caso no), un peso mayor, sensorial, que acompañaba a la gran bomba de tiempo en que se había convertido tu mente. 
BR no me gusta siempre, y ese detalle es lo que me une más a la película. Por momentos pienso que se abusa de su carga conceptual, su ritmo ralentizado también es un obstáculo, aunque esto se evita con buen sueño y una buena taza de café y apagando el celular. Pero una de las cualidades que se impone en BR, es su fotografía, la fotografía a manera de protagonista, ni estelar ni de reparto, sino espiritual, que no se resiente en ninguna escena, la que se ha vuelto en otro de sus puntos de destello, más contemplativo pero que viene exhibiendo una especie de magisterio, es decir, con la fotografía de BR se reforzó lo que antes era solo privilegio de conocedores, ampliando el imaginario hacia todo aquel que quisiera expandir la experiencia sensorial.

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