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Salgo de la ducha y me alisto para salir
un toque, inevitables pagos de quincena se hacen presentes y mientras más
temprano los solucione, mejor para mí, que tendré todo el resto del día
dedicado a mis cosas, día de hoy en el que tendré que cerrar algunos textos que
se me han complicado, pero que a punta de voluntad he encontrado sus
respectivas soluciones.
Cerca de las ocho de la mañana salgo de
casa y me dirijo al agente más próximo, el ubicado en una tienda a media cuadra
de mi casa. Hago el primer pago, el de mi celular. Ahora faltan tres pagos más,
pero siento la necesidad de cambiar de rumbo, por el solo hecho de salir de la
geografía inmediata. Entonces paro un taxi y en cuestión de segundos le digo al
taxista que me lleve a la última cuadra de la Av. Salaverry. Para mi buena
suerte, el trayecto está libre de tráfico, pero lo pienso bien, porque no es
que las calles estén libres de autos y buses, sino que como todo buen taxista, este
conoce una ruta que me marea algo por el endiablado zigzag, pero que en menos de
veinte minutos me deja en mi destino.
Prendo un pucho y camino hacia el Parque
La Pera. No hay mucha gente y por un momento me siento un personaje de Jim
Jarmusch. Me gustan los parques vacíos. La última vez que estuve caminando por
este parque, en una tarde noche, un grupo de chibolos se encontraba chupando
trago innombrable y fumando hierba falsa, bueno, lo de hierba falsa se debía a
que el olor de esa supuesta hierba tenía las señas del orégano. Me puse tomar
fotos, tratando de encontrar el toque epifánico que deparan los arbustos y la
imponencia del mar. Mientras hacía esta actividad, una chica de aquel grupo de
protomalditos se me acercó, lloraba. No la entendí en principio, hablaba en una
lengua ininteligible, pero me bastó mirar a su grupo que consumía trago
innombrable y hierba con aroma a orégano, para darme cuenta que un protomaldito
de ese grupete yacía en el pasto, con los ojos fijos en la nada y tieso. La
desesperación de la chica contagió a los otros protomalditos, que también
comenzaron a llorar y a vociferar en una lengua extraña.
No es la primera vez que soy testigo de
un Bad Trip, pero este era uno más
psicológico que un remedo psicotrópico. Lo que hice fue beber mi agua mineral,
llenar mi boca como si fuera la de un chancho y bañar el rostro de ese chibolo,
práctica que hice cuatro veces, interrumpidas por fuertes manazos en su cara.
No sé qué fue lo que reanimó a este chibolo, ¿o mi baño de saliva mineral o los
manazos? Lo importante es que el engendro despertó y por varios minutos me
convertí en el gurú de estos protomalditos sanisidrinos que ahora me adoraban en
un entendible español.
Eso era lo que recordaba de mi última
visita a La Pera. Hago memoria y experimento una revelación: es la primera que
estoy en este parque, la primera vez de día. Siempre lo he caminado de noche. Y
para suerte mía, el parque está vacío. Por ello, me armo un paco de marihuana y
me siento en el pasto y así mirar el mar. Y aprovecho en seguir la lectura de
un librazo, un lujo que venía buscando y que encontré hace unos días: El Nilo Blanco de Alan Moorehead. Libro
en el que confluyen la historia y el viaje, y por lo que vengo avanzando, esta
lectura colma mis expectativas.
Después tres cuartos de hora, me
dispongo a seguir mi camino, a terminar lo que he podido terminar cerca de mi
casa, pero una presencia femenina cruza el parque, presencia femenina en una
bicicleta. La observo, y putamare, es la versión millennial de Candy, pero vestida de negro. Candy cruzará a diez
metros de mí, en diagonal. La tengo que saludar, me digo. No siempre tengo la
oportunidad de ver a Candy. Entonces la saludo y ella me devuelve el saludo con
una sonrisa, pero en lugar de seguir su ruta, se detiene y se me acerca.
Nos quedamos conversando un rato. No
muchos minutos porque ella tiene que ir a fotografiar el mundo y yo tengo que
cumplir con los pagos de quincena. Pero antes de seguir su ruta, decido
regalarle mi bolsita de hierba, acto que ella agradeció con un sincero abrazo.
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