"el espíritu de la ciencia ficción"
La publicación de la novela póstuma de
Roberto Bolaño, El espíritu de la ciencia
ficción (Alfaguara, 2016), ha generado más de una discusión y pocas tomas
de posición en relación a lo vertido por sus protagonistas. Por un lado, la
viuda del escritor, Carolina López, y por otro, el crítico literario Ignacio
Echevarría, que ha señalado la intención de López por blanquear el pasado
inmediato de Bolaño, en pos de la construcción de una memoria literaria, en la
que tendría que forjarse un nuevo discurso sobre el escritor, ahora que la obra
de este ha migrado de sello editorial.
Consignemos también que la presente
novela viene con un prólogo del crítico Christopher Domínguez Michael. Quien
esto escribe es admirador del trabajo del mexicano, pero también debo señalar
que su prólogo es un texto forzado, uno que intenta cumplir un objetivo: que
Bolaño dio por cerrado el proyecto que ahora se nos presenta entre manos.
Sumemos también los anexos que nos brindan luces sobre el proceso de
composición de la novela, que serán de la delicia de los seguidores del
chileno. Sin embargo, ni el prólogo ni los anexos aportan en la apreciación que
ante todo nos debe interesar: la novela como novela.
La lectura de El espíritu… nos arroja varias preguntas y una sola certeza. No
estamos ante una novela acabada, en absoluto, sino ante una novela cuya escritura
se hizo necesaria para su autor, con el objetivo de encausar y expandir los
tópicos que desarrollaría en las cinco novelas que componen 2666, como también en la proyección del
universo que veríamos en Los detectives
salvajes.
Cuando nos referimos a la novela como
proyección trunca, tenemos que subrayar su debilidad mayor, asociada a la
configuración moral de sus protagonistas, los aspirantes a escritores Remo
Morán y Jan Schrella, que contra todo persiguen el objetivo de dedicarse
exclusivamente a la literatura, habitando una galaxia dependiente de las
referencias literarias. Hasta cierto punto (uno muy remoto) podríamos barajar
la idea de que estamos ante una novela insertada en la tradición de Las novelas
de aprendizaje, pero cartografiarla en dicha tradición, aparte de demagógico,
vendría a ser una mentira contraria a los postulados que Bolaño cultivó en
vida. A Morán y Schrella les falta un componente vital que los libre de la
plasticidad que los divorcia de la verosimilitud, ese componente que hemos
sabido apreciar y admirar en los personajes de las novelas y cuentos más
celebrados del autor. Este par, y del mismo modo que los demás personajes que
los acompañan, adolecen de oscuro malditismo y emocionalidad quebrada. La
configuración moral no pasa del mero enunciado, se resiente en fibra. Nos basta
y sobre esta característica para entender por qué Bolaño mantuvo oculta la
novela durante muchos años, y tengamos presente esta especulación: cuando la
escribe, Bolaño era un narrador encaminado en su formación, no se consideraba
un narrador cuajado, pero su decisión de no publicarla no obedeció a olfato de
oficio, sino a su condición de voraz lector. Y de haberse dado el caso de que
haya podido publicarla, estaríamos hablando de la novela más floja de toda su
producción. Entonces, las preguntas se imponen para explicarnos por la existencia
actual de esta novela que hemos recibido con mucho ánimo, pero intuyendo que no
se trataba de lo mejor, ni de lo regular, del autor. Una respuesta potencial se
yergue en su potencial justificación: el cambio de casa editorial debía
estrenarse con un título nuevo, no con uno emblemático. Esta determinación, en
esencia muy discutible, es lo que nos permite entender su presencia, pero más
allá de los móviles comerciales, nos arroja una certeza que los lectores del
chileno estamos llamados a agradecer.
En El
espíritu… encontramos la ética de registro inicial que el autor potenciaría
en los títulos que lo consagraron. Bien podríamos calificar esta novela como un
documento de lujo sobre el fuego de la poética de Bolaño: el zurcido de su
estilo. El estilo que vemos en estas páginas es lo mejor que nos regala Bolaño
desde el más allá. Por eso, su riqueza la hallamos en los silencios, en la
diafanidad de su prosa. Fijémonos en el año en que la termina, 1984. Y hagamos
memoria sobre lo que era la prosa en español en esos años, revisemos el pastoso
lastre que la signaba.
Más allá de las falencias de
construcción emocional de sus personajes y de la ligera estructura de la que
hace uso, Bolaño triunfa en la ética de su estilo. Sabiendo de lo que hacía, desde
el borrador se propuso (¿involuntariamente?), o dio señales de rescatar la
prosa en español de la ciénaga, de la sonaja, del florido artificio sin
sustancia, y en esta gesta, que a otro hubiera intimidado, terminó legitimando
su estilo años después. Un estilo que en las páginas de El espíritu… le permite administrar la vitalidad juvenil al borde
del colapso de sus personajes. Seguramente no sintonicemos con Morán y
Schrella, pero eso poco o nada le importa al lector de Bolaño (ajá, resaltemos
en negrita), puesto que su celebrada vitalidad refulge en ellos, lo que nos
testimonia lo siguiente: a Bolaño jamás se le ocurrió hipotecar su escritura.
Peleó y venció.
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