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Me desperté con algo de pesadez, pero un
video mañanero sobre lo que debería ser un desayuno nutritivo fue lo que
despejó mi mente, un desayuno que se anuncia como tal para los próximos días de
sol y humedad. Si me despertara con videos así, no me costaría mucho levantarme
de la cama.
Una vez acomodado en mi sillón, sigo la
lectura, lenta, del novelón mayor de los últimos años: La familia real de William T. Vollmann. Después de una hora reviso
los mails y las cuentas de Facebook de las librerías. En una ficha, preparo las
preguntas y opiniones que en unas horas le realizaré a Juan Carlos Cortázar en Encuentros en El Virrey de Lima a razón
de su buena novela Cuando los hijos
duermen.
Almuerzo tallarines rojos, que están
buenazos, pero sigo pensando en el desayuno nutritivo de la mañana. La verdad,
debo dejarme de huevadas, he engordado mucho y por más que sopese la voracidad
con pesas, ejercicios y caminatas de horas, poco o nada puedo conseguir si no
limito el placer que me genera comer. A comer sano, me repito una y otra vez.
Como necesito despejar mi mente y
aliviar mi cuerpo luego del almuerzo, me meto una siesta corta. Apago el
celular y desconecto el teléfono fijo. No sé cuánto minutos habré dormido, lo
que sí sé, y lo sé a razón de la siesta, es que esta noche comenzaré a escribir
el recuento literario del año, un recuento que, a la vista de los hechos, será
mucho más fuerte que el del año pasado, un recuento que me terminará alejando
de los pocos amigos que tengo en el mundo literario, pero estas pruebas de
fuego son necesarias, puesto que una cosa son los amigos y otra muy distinta
son sus libros.
El primer paso ya está: programé el
archivo en Word. Ojalá acabe el recuento antes de fin de año. No es solo un
ejercicio de memoria, sino un letal ejercicio de escritura de lo que se supone
tendría que tener más de 10 mil
palabras.
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