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El lunes, en la tarde noche, mientras
caminaba por el Malecón Harris, vi lo que más de una amistad me decía de los
crepúsculos, en especial para los que viven cerca del mar: la poética maravilla
de los tubos de nube, que generan un impacto entre lo lúdico y lo tenebroso.
Bastaba ver cómo quedaba la isla San Lorenzo, a la que inmortalicé en mi
Instagram. Claro, más de uno podría decir que este impacto visual es cosa de
todos los veranos, pero no. El cambio climático viene generando esta clase de
espectáculos que bien haríamos en aprovechar.
Luego de la contemplación del crepúsculo
y alucinar que la isla cercenada podría motivar más de un relato de terror, me
encaminé al Juanito, pero no por unas chelas, sino por algo simple, nutritivo
de acuerdo a las exigencias del capricho: una Coca Cola y un pan con jamón del
país. Sin embargo, mientras caminaba no podía ser ajeno a la indignación que me
producía el Cristo del Pacífico, el regalo de Odebrecht al Perú durante el
segundo gobierno de Alan García. Verlo iluminado, como si fuera una presencia
benigna, no era más que una burla, una burla al trabajo honesto de millones de
peruanos. No resulta gratuita la ola de indignación que viene motivando más de
una protesta.
Si yo fuera el alcalde de Chorrillos, lo
sacaría del espacio que ocupa en el Morro Solar, sin importar si me compete
hacerlo o no. Si no tengo la suficiente moral para llevar a cabo ese acto, por
lo menos me animaría el aplauso social de cara a las próximas elecciones
municipales. Un acto como ese generaría más de un adhesión ciudadana. Hay que
pensar, pues.
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