denuncia / vigencia
Así sea un deseo en vano: tengo
esperanza de que en las próximas semanas se proyecte en algunas salas limeñas Detroit (2017) de Kathryn Bigelow.
Si una característica vemos en la
directora norteamericana, es que no solo ha crecido exponencialmente como
narradora visual, sino que desde hace algún tiempo sus trabajos vienen
exhibiendo un férreo y genuino compromiso político e ideológico. Lo que muchos
cineastas no denuncian bajo el discurso del “amparo”, o pretexto, de la
integridad artística, Bigelow lo lleva a cabo, sabiendo que su postura le puede
generar no pocos problemas, sean legales e incluso comerciales en la industria
a la que pertenece. Al respecto, recordemos lo que ocurrió con sus películas Zero Dark Thirty y The Hurt Locker.
Si bien Detroit cursa el mismo sendero crítico de sus dos últimos trabajos,
se diferencia de ellos en cuanto a su representación inmediata, puesto que está ambientado a fines de los sesenta, en un
contexto convulso que hundió a la ciudad de Detroit en un fuego cruzado que
yacía en la violación de derechos civiles que sufría la comunidad negra a
cuenta de las fuerzas del orden (policía y ejército, ergo los blancos). En este sentido, Bigelow nos
ofrece en los primeros minutos de su trabajo una presentación histórica de la
situación de los negros en Estados Unidos hasta ubicar al espectador en el
argumento a desarrollar.
En principio, se nos muestran todos los
insumos que nos permiten especular sobre una película coral, impresión
inevitable a cuenta del desorden urbano originado por una comunidad indignada
por los abusos y la falta de empleo, situación que se agrava cuando se declara
a la ciudad en estado de emergencia. En este laberinto social, Bigelow enfoca
su historia en los integrantes de la agrupación The Dramatics, que encuentran
su esperada oportunidad de grabación al enterarse que los productores/busca
talentos de Motown estarán en el espectáculo musical en el que participarán. El
más entusiasmado con este trampolín a la fama es su cantante principal, Larry
Reed (Algee Smith), sin embargo, la organización del evento es avisada de que
los desmanes se vienen desarrollando cerca del teatro y que por orden policial
los asistentes deben regresar a sus casas.
Con los ánimos por los suelos, The
Dramatics acepta su destino. Sin embargo, Reed junto a su amigo Fred Temple (Jacob
Latimore) deciden compensar en algo la frustración, buscando un consuelo al
paso ante lo evidente: no volverán a tener semejante oportunidad. En este
sendero a la caza de mujeres, Reed y Temple se ven envueltos en un confuso
incidente en Algiers Motel, el espacio en donde se funden todas las críticas y
metáforas que Bigelow busca con su película. Hasta el momento, la directora
tenía la mirada puesta en el conflicto de la ciudad, riesgo que la llevó a una
ineludible relación de hombre blanco malo y hombre/mujer negro víctima, y
ahora, con los protagonistas ya definidos como Reed y Temple, a los que se
suman el guardia privado negro Melvin Dismukes (John Boyega) y los oficiales
policiales comandados por Philip Krauss (Will Poulter), Bigelow eleva la
metáfora de su denuncia. No solo asistimos a una serie de atropellos hacia los
negros que estaban en el motel, sino que la insania de los policías se enciende
en el momento en que estos encuentran a dos chicas blancas con un negro en una
de las habitaciones. Los policías asumen el escenario como un atentado a su
masculinidad.
La tortura y humillación que viven los
desafortunados huéspedes del motel pone en bandeja los circuitos emocionales
que le interesaba mostrar a Bigelow: los niveles de degradación del que puede
ser capaz el hombre déspota. Estos son los momentos mayores de la película, en
los que no solo vemos las ya indicadas cuotas de crueldad, sino también ironía
y humor, en una mezcla de recursos que la directora administra con cuidada
perfección, sabiendo del riesgo que supone su puesta en escena en secuencias
marcadas precisamente por la violencia.
Gracias al guion de Mark Boal, con quien
Bigelow trabajó para THL y ZDT, no solo se testimonia de los
vejámenes racistas de hace medio siglo en esta referente ciudad industrial de
Estados Unidos, sino que su lectura se justifica a la fecha, mediante la
vigencia de su señalamiento principal: el fracaso de los discursos contra el
racismo, más cuando la justicia deviene en colaboradora de ese fracaso.
Si bien los tramos finales resienten la
película a causa de un obligado orden
de cosas, por ejemplo, la decisión de Reed de cambiar su vida, que edulcoran el
mensaje de Bigelow, Detroit es desde
ya un documento imprescindible, no solo para fines analíticos como aparato
estético, sino también como punto de discusión sobre un tema que tendría que
combatirse con todas las armas discursivas y legales posibles.
La crítica ha indicado el lazo de la
película con Malcolm X (1992) de
Spike Lee. Estamos de acuerdo, pero no olvidemos otro trabajo, también de
época, que consideramos una obra maestra, que Bigelow pudo tener en su radar: Mississippi Burning (1988) de Alan Parker.
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