autoficción
El término autoficción es uno de los más
manoseados por los escritores, y no solo peruanos. Basta recorrer la web para
aseverar esta impresión. Lo que sorprende, aunque no debiera ser así puesto que
muchas de las maravillosas plumas latinoamericanas no leen, es la etiqueta de
novedad que se le pretende endilgar a un modo de narrar que podemos rastrear en
poco más de seiscientos años, pensemos en El
lazarillo de Tormes.
A cuenta de lo leído, nos decepcionamos
de lo que venimos leyendo en cuanto a esta categoría que, bien entendida,
podría ofrecer no pocas posibilidades expresivas en el terruño narrativo.
Notamos, para empezar, su ausencia de humor, su falta de soltura narrativa, ni
hablar de los personajes. Por ejemplo, la narrativa peruana del nuevo siglo,
que ha mejorado en escritura (si la comparamos con lo que se escribió en la
década del noventa, de la que solo sobrevive un puñado de títulos), pero que ha
caído en el conservadurismo. Ya lo dije en un artículo en Caretas y lo digo
ahora tras la lectura de la novela episódica El bizco de la calle Roma
de Luis Freire Sarria.
En otro momento comentaré este libro,
pero lo que ahora quiero destacar de ella es su naturalidad expresiva y la
disposición de su autor para la humillación festiva de su personaje. En estas
páginas hallamos el registro en el que FS asienta su prestigio, pero también una
frescura entre tanta propuesta señorial llamada autoficción. La novela tiene lo
que muchas no, hasta podría decir que se escribió sin ánimo histérico, a años
luz de la pontificación y del recuento vital soporífero.
En algún momento se entendió mal esta
vertiente, lo que dio paso a una corriente narrativa de la que hemos visto lo
obvio, no lo que esta podría brindar si se escribe sin pensar en el otro. No pensé traerlo a colación, pero
el fallecido Carlos García Miranda lo dijo alguna vez: “se usa la autoficción como
mera terapia, no como riqueza literaria”.
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