incongruencia
Así como no hay escritor que acepte que
su último libro pueda ser malo, mucho menos aceptará que este no se esté
vendiendo.
Lo primero es cosa conocida, no es
exclusividad de estos tiempos de redes sociales, en donde hasta las plumas más
deficientes pueden tener una fiel portátil que les haga creer que no es verdad
lo que el sentido común y el buen gusto desaprueban. Si hago un ejercicio de
memoria, son pocas las veces en que un escritor me ha aceptado que determinado título
suyo es flojo. Toparte con talentosos incomprendidos resulta una experiencia
inevitable, si gustas llámalo destino. Ahora, viendo el asunto como forzado
consuelo, todo circuito literario está poblado de estos especímenes, desde
Barcelona a Sri Lanka, de Munich a la Linterna verde.
En lo que no sirven las portátiles,
menos las argucias técnicas del discurso: la verdad del lector, aquel que se
acerca a las librerías con el objetivo de llevarse un libro.
Cruda realidad si la comparamos con las
campañas promocionales que más de una pluma realiza desde las redes sociales.
En mi experiencia, ahora enfocado en la realidad del circuito local, solo he
visto cuatro casos en los que el saludo del Like, o el pase del rebote, ha
calzado con el aprecio del lector. La incongruencia termina alterando el alma
del creador ante una realidad que lo posiciona como un semillero que no duda en
optar por la malcriadez, pero una especial, digna de estos tiempos del “parecer”:
el discurso que denuncia a las fuerzas especiales de la extrañeza: mafias,
argollas, amiguismo. Esta malcriadez no es exclusiva del autor fichado por un
sello independiente, menos por un autogestionado, en este cambalache también
hacen su aparición las plumas de los llamados sellos poderosos. En el ninguneo
del lector yace también su solución: no subestimarlo.
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