viernes, mayo 25, 2018

philip roth



La narrativa mundial no solo está de luto por la muerte de Philip Roth, sino que esta no tardará en experimentar un vacío del que difícilmente vaya a poder recuperarse. Roth simbolizaba la tenacidad y persistencia en la escritura de ficción. No exageramos si afirmamos que Roth era la Novela, género en el que destacó al nivel de los más grandes del siglo XX, y a la que confirió de una profundidad temática cuando parecía que iba a perderse por los cauces de la acrobacia formal y el juego lingüístico. Para nuestro autor no existía estructura narrativa si antes no había dimensión humana, que desplegó en novelas tan distintas como El lamento de Portnoy y Pastoral Americana.
La partida de Roth duele porque lo asumíamos como un maestro que iba a ser eterno. En 2012 anunció que iba a dejar de escribir y que ya no haría más apariciones públicas. Para aquel entonces ya había cumplido gracias a sus novelas, cuentos y ensayos, canibalizando la dimensión judía norteamericana de la misma forma en que lo hicieron sus compatriotas Bernard Malamud y Saul Bellow, además, siempre mantuvo un apego por autores de Europa oriental, pensemos en el polaco Bruno Schulz, tal y como se manifiesta en  esa autorradiografía literaria llamada Lecturas de mí mismo.
Tuve la suerte de entrar a su poética gracias al primer título del Ciclo Zuckerman, La visita al maestro, en una añeja edición de Argos Vergara. Corría el año 1996 y recuerdo que las secciones culturales de diarios y revistas lo anunciaban como fuerte candidato al Nobel de Literatura. Bien sabemos que la Academia Sueca no le hizo justicia y que tuvo más de una oportunidad para premiarlo. A pesar de ello, sus lectores no nos lamentábamos. Razones sobraban: Roth era ajeno a esos caprichos.



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