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Una de las decisiones tomadas para este
verano, y que ahora sí sé que ha sido una buena decisión por sus consecuencias
precisamente en salud emocional, fue la de no escribir de política.
En principio se trataba de una decisión
para llevar la fiesta en paz, teniendo en cuenta que no pocos amigos y
conocidos son de izquierda, y en especial porque en estos meses se vería lo que
hoy: la salvajada de la campaña electoral.
A diferencia de otras campañas, para
esta me he informado lo necesario, sin escarbar más de la cuenta y guiándome
por el instinto, sabiendo que todos los candidatos a la presidencia son unos
genuinos pendejos. Claro, la opción de viciar el voto o votar en blanco, se
erigen como el sendero más idóneo. Pero tampoco soy de los convencidos de la
validez moral de esta opción, teniendo en cuenta el peligro de la vuelta de la
rata naranja.
Hoy en la mañana me puse en una
situación de la segunda vuelta. Sin duda, no votaré por la rata naranja, pero
lo que sí me sorprende es verme marcando el recuadro de Guzmán o Verónika, si
es que llevamos la pesadilla a sus extremos, optando por el mal menor, la demagogia.
Suficiente.
Necesitaba salirme de esa realidad.
Ante ello, me dirigí a San Borja, a una
cafetería ubicada a 200 metros de la BNP, no sé el nombre de esa cafetería, lo
que sí sé: su buena cerveza artesanal. Pido la primera y abro mi cuaderno de
notas, en donde termino un texto que aparecerá en la contratapa de uno de los
mejores libros que se publicarán este año. No lo dudo, me siento hasta
gratificado, tratándose de un escritor que admiro desde los veinte años y que
en cierta medida reforzó mi vocación literaria, al menos, la que creo que es.
Había pasado la madrugada leyendo los libros
de este autor. Las notas reflejaban el desorden del automatismo no libre de
hechizo, quizá el reflejo de su aliento perdurable, como la cerveza artesanal
que bajaba suavemente por mi garganta.
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