lunes, marzo 07, 2016

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Una de las decisiones tomadas para este verano, y que ahora sí sé que ha sido una buena decisión por sus consecuencias precisamente en salud emocional, fue la de no escribir de política.
En principio se trataba de una decisión para llevar la fiesta en paz, teniendo en cuenta que no pocos amigos y conocidos son de izquierda, y en especial porque en estos meses se vería lo que hoy: la salvajada de la campaña electoral.
A diferencia de otras campañas, para esta me he informado lo necesario, sin escarbar más de la cuenta y guiándome por el instinto, sabiendo que todos los candidatos a la presidencia son unos genuinos pendejos. Claro, la opción de viciar el voto o votar en blanco, se erigen como el sendero más idóneo. Pero tampoco soy de los convencidos de la validez moral de esta opción, teniendo en cuenta el peligro de la vuelta de la rata naranja.
Hoy en la mañana me puse en una situación de la segunda vuelta. Sin duda, no votaré por la rata naranja, pero lo que sí me sorprende es verme marcando el recuadro de Guzmán o Verónika, si es que llevamos la pesadilla a sus extremos, optando por el mal menor, la demagogia.
Suficiente.
Necesitaba salirme de esa realidad.
Ante ello, me dirigí a San Borja, a una cafetería ubicada a 200 metros de la BNP, no sé el nombre de esa cafetería, lo que sí sé: su buena cerveza artesanal. Pido la primera y abro mi cuaderno de notas, en donde termino un texto que aparecerá en la contratapa de uno de los mejores libros que se publicarán este año. No lo dudo, me siento hasta gratificado, tratándose de un escritor que admiro desde los veinte años y que en cierta medida reforzó mi vocación literaria, al menos, la que creo que es. 
Había pasado la madrugada leyendo los libros de este autor. Las notas reflejaban el desorden del automatismo no libre de hechizo, quizá el reflejo de su aliento perdurable, como la cerveza artesanal que bajaba suavemente por mi garganta.

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